miércoles, 9 de marzo de 2011

66. Nena, ya vas a ver qué bien en el campamento al que te he apuntado.

The Treepee Company
Yo he sido una niña de campamento. Y los niños de campamento somos una raza superior sólo justo por debajo de los niños internos. Si te parece osado decir esto, es que tú no has sido niño de campamento. Un niño de campamento evoluciona rápido, se adapta al medio, sobrevive a base de pan duro y sabe cómo esquivar casi cualquier tipo de humillación. No se engañen. Los campamentos son a los niños lo que la mili a los adultos: una putada que te curte a base de bien. Y yo he sido una niña de campamento porque mi madre me mandó todos los veranos desde los 9 años a uno. Ella lo llamaba sus vacaciones, “por fin que ya era hora de tener un ratito para mí”. Yo lo llamaba “mi castigo por ser una niña tan revoltosa”. Y hacía propósito de enmienda de ser más buena para no acabar otra allí. Nunca funcionó.
- Nena, ya vas a ver qué bien en el campamento al que te he apuntado.
- Pero yo no quiero ir…
- Pero yo si quiero que vayas, además, que vas a hacer muchos amiguitos.
- Yo ya tengo amigos.
- Pues te haces más, que siempre vienen bien en la vida. Además que se vas a aprender un montón de cosas nuevas. Y nena, que no me tengan que llamar para traerte a casa, que te mando interna.

Primer campamento, 9 años:
Unas colonias con, calculo, otros 300 niños más. En un pueblo de Gipuzkoa en el que no paró de llover en 15 días, con lo que estuve conviviendo con una jauría dentro de un patio interior. Creo que perdí capacidad auditiva. Aprendí a tirar comida desde la ventana con una puntería que ya quisieran los GEOS. Adelgacé 7 kilos. Descubrí que los niños que sufrían lo que se llamaba “mamitis” (es decir, los que no paraban de llorar) reciben peor trato de los otros niños. Pasé de la mamitis. Sobreviví.
Segundo campamento, 10 años:
Colonias también. Con uniforme: pantaloneta y camiseta. Otros 300 niños. Cada uno tenía un número. El mío era el 112. Así que cuando había colada, los monitores cogían un enorme carro de ropa y comenzaban:
- Bragas del 97, calzoncillos del 15, camiseta del 23- y los niños iban a por ellas- bragas del 112… , a ver 112, bragas rosas con puntillas, ¿112…?
Aprendí que hay niñas con 10 años que descubren que es mejor lavarse las bragas por la noche y nunca salir a recoger aquel despropósito públicamente. Perdí 5 kilos y 7 bragas.
Tercer campamento, 11 años:
En tiendas de campaña. En plan salvaje. Aprendí que los niños gordos no pueden subir en tirolina, que los gamusinos son mentira (eso sí después de sufrir la humillación), que en los campings hay supermercado y que una niña puede sobrevivir a base de leche condesada 15 días. Perdí 6 kilos, el saco de dormir y un pijama. “Que no entiendo nena cómo lo haces, ¿pero dónde has dormido?”.
Cuarto campamento, 12 años:
Era un campamento de marchas en Jaca. Aprendí que el agua da flato, que en cambio existen unos simpáticos monitores que te dan un limón para chupar y que no tengas sed mientras andas 10 kilómetros. Aprendí que los limones no quitan la sed y tampoco el flato. Y que jugar a la gallinita ciega cerca de un luming gas es una idea nefasta. Pero sobre todo aprendí a suplicar que no llamaran a mi madre. Sobreviví.
Quinto campamento, 13 años:
En inglés. Aprendí de todo menos inglés: cómo cazar murciélagos, a pintar moscas, a colgarle latas a los gatos del rabo, y sobre todo, que ya era una Senior de los campamentos con un ingente cantidad de leche condesada preparada, y que los niños con 13 años no saben la diferencia entre un golpecito y partirte una pierna. Perdí 4 kilos.
Sexto y último, 14 años:
Con una familia inglesa en la costa, con otras 5 niñas. Aprendí algo de inglés, que los chupitos de tequila están más ricos que la leche condesada, que no hay nada como un amor de verano valenciano, que puedes escaparte de una casa saltando desde un segundo y no partirte nada, que la playa a las 4 de la madrugada es mucho mejor, que fuera de casa te puedes pintar como una pilingui, y que el mundo del campamento había mejorado considerablemente. Mi madre aprendió que se habían acabado los campamentos para siempre.

Consecuencias del consejo:
Todo tipo de gritos e improperios a costa de todo lo que perdí en los campamentos: zapatos, linternas, pantalones, mochilas, una uña del pie, y sobre todo, los kilos. Según me recogían íbamos directos al pediatra a hacer una revisión completa.
También aprendí que a mi madre sus vacaciones de mí no le servían para mucho.
Admiración total por las niñas internas de mi colegio, supervivientes natas.
Cierto empacho de leche condensada que me dura hasta la actualidad.

Excepciones para utilizarlo:
Ya veremos, porque como seáis los típicos blandos con mamitis, no sobreviviréis. Os lo digo yo. Prometo no mandaros con ropa interior vergonzosa y daros dinero para leche condensada, por si acaso. Pero futuros hijos míos: yo he hecho rappel, espiritismo en una tienda de campaña a las 3 de la madrugada, sé orientarme con una brújula, hacer un vivak, quitarle el aguijón a una abeja, y bueno, algo de inglés. Así que ya os puede parecer divertido porque estáis jodidos. Eso sí, a los 13 años, se acabó lo que se daba. Eso también lo he aprendido.