Running and Rambling |
Cuándo lo utilizaba:
Mi hermana y yo teníamos los pies planos y varos, que viene siendo sin arco y ligeramente inclinados hacia el interior. Esta ligera deformación, en mi casa se vivió como una terrible cruz, en plan: las niñas tienen tres brazos. Como si de mayores no fuéramos a tener una vida normal por unos pies pochos.
La culpa de todo la tuvo un podólogo al que se le ocurrió decir en la primera revisión: «Esto, si no se corrige, en la vejez produce deformaciones de la columna vertebral». Y agregó: «Qué pena que no sean chicos porque, por lo menos, les habrían dado por inútiles en la mili».
Y la palabra «inútiles» cayó sobre mi madre como una losa. Bueno, la losa también cayó sobre mi hermana y sobre mí. Siempre hemos sido de compartir losas en mi familia. Así que lo primero fue cambiar de podólogo por uno algo más innovador y que no adjetivara tanto. Eso también lo vimos importante. Y pasamos a la época de nuestros ejercicios de recoger bolis con los pies. Sí, ése fue un ejercicio habitual tres veces por semana. Lo sé, suuúper normal.
El podólogo innovador que no adjetivaba propuso una terapia que combinaba llevar los jodidos zapatos de Frankenstein (con refuerzo de hierro en los laterales), sumado a unas plantillas con unos bolos que te hacían cagarte en el cuento de la princesa y el guisante y, por último, la prohibición de no andar descalzas nunca, excepto en la arena de la playa. Y como complemento terapéutico, teníamos que ejercitar la flexibilidad de los dedos de los pies. Una cosa muy práctica para el futuro. Eso, junto con la trigonometría, lo que más he tenido que utilizar yo en mi vida.
El caso es que nos sentaban en el sofá del salón, mientras mi madre nos tiraba bolis y lápices a la alfombra y nos pegábamos así una hora, recogiéndolos. Todo sin tele. ¿Qué se os ocurre que pueden hacer dos niñas en esa amena situación? Pues fácil: poner de los nervios a cualquiera; eso sí, cada una cazábamos un boli al vuelo con los pies. Insisto, súper, súper normal.
Consecuencias del consejo:
Odio atroz al podólogo, al que adjetiva y al otro, y un ligero complejo de Forrest Gump en el cole.
Segunda consecuencia: locura total ante unos zapatos merceditas, sin hierros, finitos, con su tacón y su pinta de no ser los zuecos de Hulk, que mirábamos en la zapatería de debajo de mi casa como la más ansiada de las pertenencias.
Cierta amistad con la zapatera. Nos miraba, miraba nuestros pies, nos sonreía con lástima.
Cuarta consecuencia: lo dicho, una portentosa habilidad para recoger cosas con los pies que se mostró en todo su esplendor un día en la piscina, cuando cogí una pelota de ping–pong con el pie. Total y absoluta admiración de la cuadrilla de la pisci. Y preferencia para tirarme del trampolín desde aquel momento. Yo con los pies recojo lo que me pidas. Un alfiler, un alfiler. El sueño de todo ser humano.
Consecuencias en mi hermana: vacío existencial. Todavía tiene los pies planos.
Y por último: me encanta andar descalza. Pero no un encantarme de «qué placentero es no llevar zapatos», sino más bien de «abajo la dictadura de las zapatillas de andar por casa. ¡Revolución!».
Consecuencias en mi madre: estrambóticas broncas que ningún vecino entendía. Si me pillaba descalza, me lanzaba el doble de bolis y me amenazaba:
—Nena, como te vuelva a pillar descalza, te tiro un fosforito. De los gordos, ¿eh? ¿Me has oído?
Excepciones para utilizarlo:
Futuros hijos míos, me da lo mismo lo que digan. Quitaros los calcetines y apoyad los pies en la hierba, en la tierra, en la arena, en la madera, en las baldosas… ¿Lo notáis? Eso se llama libertad y a veces, pocas, a uno le vale andar descalzo para sentirla. No os lo vayáis a perder por una tontería de calcetines.