Mi incapacidad para cocinar algo comestible se veía venir. Yo apuntaba maneras desde pequeña. La primera vez que cociné en mi vida tenía quince años. Mi madre y mi abuela habían intentado enseñarme en numerosas ocasiones, pero nunca presté atención. A los quince, mis padres me mandaron a Inglaterra a estudiar inglés. Y como nosotros somos muy majos y vamos haciendo España allá por donde vamos, me mandaron con pimientos del piquillo y espárragos de Navarra. «Que a saber qué come esa gente, que ni siquiera conducen por el mismo lado. Y una hija mía no va a pasar hambre. Eso sí que no.» Vamos, lo típico.
Llegamos a aquella casa enorme mis pimientos, mis espárragos y yo, y allí nos esperaba una Torre de Babel culinaria. Los dueños eran un turco y una india con dos hijos nacidos en Inglaterra. En la habitación junto a la mía había un brasileño, en la otra una italiana, y en la planta de abajo, una familia de rusos (los dos padres y una hija). Todos estudiábamos inglés y, por las noches, la amable pareja de anfitriones propuso una costumbre que casi acaba con todos: cena por países. Cada día, una nacionalidad cocinaba un plato típico. Me cagué en todo porque mis padres me tenían que haber echado un chorizo, y una chistorra, y jamón, y un queso... Cualquier cosa que ya estuviera cocinada, que en mi tercer turno ya no tenía nada que hacer, y quien dice hacer, dice sacar de una lata.
Mi primera noche fue un éxito, los espárragos triunfaron en nuestra pequeña ONU. Competían con la sopa más surrealista que he probado nunca. Los rusos hacían una especie de caldo que se teñía de rojo por la carne medio cruda que le echaban, luego te daban un bote de nata montada que tenías que echar por encima, y como toque final, un poco de ajo crudo troceado. Y todo eso en un país en el que no ponen pan para poder tragar mejor. No me he tragado tanta arcada en mi vida. ¡Por Dios! Lo que hay que hacer para ser educada. Así que mis espárragos triunfaron. La pobre italiana me miraba con lágrimas en los ojos al probarlos.
El segundo día, me lo salvaron los pimientos del piquillo que compitieron duramente con unos macarrones al pesto, pero los rusos acabaron sacándoles fotos. De postre, el dueño de la casa, que era de Estambul, nos hizo un yogur al que había que echarle pepino por encima. Una marranada, pero después de aquella sopa me pareció maná divino.
Y llegó el tercer día. Tiramos de Europa 15, que era la tarifa internacional que nos permitía hablar todos los días quince minutos sobre cómo comía, si iba abrigada y si era educada con mi familia de acogida. Me puse al lado del teléfono, con papel y boli, y mi madre me enseñó a cocinar una tortilla de patata. Tuvimos que pasarnos a Europa 30, porque yo no entendía nada. El caso es que me dije: «Bueno, nena, si todo el mundo sabe hacer una tortilla, ¿por qué tú no?» Pues porque Dios no quiere. Y contra Dios, no se puede ir.
Para empezar, tuve un pequeño problema. La falta de un ingrediente: aceite de oliva. Bueno, aceite de cualquier tipo, e hice una de esas deducciones que hacen que sea una negada para la cocina. «¿Qué más dará el aceite? Con mantequilla también se fríe igual, ¿no?» Pues no, no se fríe igual. Sólo consigues que las patatas sepan a mantequilla. Ni que decir tiene que aquella tortilla fue un asco espantoso. Dulce, con las patatas duras por dentro, y, por supuesto, no me cuajó. Me inventé que era una variante que se llamaba «revuelto navarro» (pueblo de Navarra, conocido por sus grandes cocineros y paladares expertos, lo siento mucho, de corazón), pero intuí las arcadas en la cara de la italiana al tragar aquel comistrajo. Así que empecé a saltarme las cenas de la ONU porque mi siguiente receta era una paella... ¿Os imagináis? Primera española extraditada por intoxicar a dos familias y dos estudiantes y persona non grata en Brasil, Italia y Rusia. El día de la despedida me fui a un restaurante español que había en la ciudad, un asturiano, y me gasté todo el dinero que me quedaba en comprar anchoas, fabada y cabrales. Casi me aplaudieron.
Al principio pensé que había sido mala suerte: me faltaba aceite, experiencia, perspectiva, una tarifa Europa 140... Así que el verano siguiente, cuando mis padres me mandaron con una familia inglesa a la playa y nos propusieron un día cocinar algo a alguna de las cuatro chicas que estábamos allí, me dije: «Nena, coge algo facilito, que traiga todos los ingredientes.» Me compré una caja de gelatina Royal. «Así no hay fallo — pensé—. Además, en la cajita pone todo lo que tengo que hacer. Esto está chupado.»
Pues mira tú qué cosas..., la cagué, porque hice otro razonamiento de esos que han hecho que mi arroz blanco sea el peor del mundo. Si en la receta pone «cueza el arroz durante veinte minutos», pues yo me pongo nerviosa, porque concentrarme veinte minutos en algo que me aburre, pues que no puedo. Así que me digo: «Si le echo menos agua, se evapora antes, y lo tendré listo en quince minutos.» O si dice: «Póngalo a fuego lento», pues yo me digo: «Nena, tú pon el fuego al máximo, que así lo tienes listo en la mitad de tiempo.» Aquel día, con la gelatina me dije: «Si dice cuatro horas en el frigorífico, pues está claro, dos en el congelador, y listo.» Que discurrí esto por otro de los motivos por los que soy una negada para la cocina: porque nunca me apetece meterme allí y ando perdiendo el tiempo hasta que tengo que hacer una cena para ocho en un cuarto de hora. Ya os lo digo yo, no se puede. Hacedme caso y llamad a una pizzería. Mucho más digno. Palabrita.
Algo parecido me pasó ese día. No había tiempo. Me entretuve yo qué sé con qué y se me vino la cena encima. El caso es que, aparte de esta mano extraordinaria para la cocina, también fui bendecida con una torpeza tan portentosa que puede ser considerada una habilidad. Porque dudo que haya muchas más personas en el mundo con el don de caerse tres veces seguidas sin tropezarse, ni resbalarse, ni moverse siquiera. Nadie me lo valora, pero seguro que alguna utilidad tiene que tener. Así que mi gelatina perfecta del congelador se me cayó al suelo al ir a sacarla, y se me partió un poco por una esquina.
¿Qué hacer? ¿Confesar? Jajajaja. A veces me hago mucha gracia. Le puse el trozo partido, le di la vuelta, la pasé por agua, porque soy un desastre pero soy requetelimpia, y subí al piso de arriba para presumir de postre. Sí, no os lo había dicho, encima de torpe, soy un poco imbécil. Pero pasó una cosa muy curiosa mientras comíamos los platos que habían hecho los demás: un pastel vegetal (una niña de dieciséis años hizo un pastel vegetal, ¿os lo podéis creer? Esa tipa no tenía vida social, porque, si no, no lo entiendo), una ensalada con guacamole (y la otra niña ni era mexicana ni nada) y una estupenda tortilla de patata, con su aceite y su tamaño redondo, cuajada, perfecta. Malditas niñas. El caso es que mientras comíamos aquello empecé a ver que mi gelatina, apoyada en la mesa de al lado, perdía volumen. Se le iba haciendo como un caldillo alrededor, y cuanto más caldo, menos gelatina. Empecé a comer rápido y a azuzar al resto, pero aquello no hubo manera de salvarlo. Cuando llegamos al postre, no quedaba nada de mi gelatina. Era un líquido rojo con algún grumo. Yo dije que seguro que estaba caducado el producto, todos en la mesa dijeron que superseguro, pero yo ya empezaba a intuir que mi truco del congelador no había funcionado.
Yo no soy de desanimarme pronto, lo he aprendido de mi madre y su teoría sobre que las vainas me van a acabar gustando, así que en segundo de carrera, cuando me invitaron a una cena en la casa de unos amigos, dije: «Yo llevo el postre.» Lo dije en plan animosa, que soy superanimosa, pero en realidad tenía toda la intención de que la que se animara fuera mi madre. Pero, chica, no se animó. Tenía el día de «Os creéis que soy vuestra criada y esta casa es un hostal. Lo que me faltaba:
cocinar para otros. Ahí tienes la receta del bizcocho, te pones y lo haces tú. Y no ensucies la cocina. Que el buen pintor es el que no mancha». Me quedé pensando un rato en su metáfora, que qué tendrá que ver un pintor con un bizcocho, que si Miguel Ángel se tuvo que poner perdido pintando la Capilla Sixtina, que a Picasso le pegaba ponerse de pintura hasta las trancas, que Dalí no tenía pinta de ser muy limpito... Lo típico que puede hacer una mente dispersa. Después de un rato, y algo menos animosa, me puse manos a la obra. Hice tres bizcochos. No porque fuera a llevar tres a la cena, sino porque el primero no subió, el segundo explotó y el tercero se quedó pegado al molde al darle la vuelta.
Ya no me quedaba ánimo ni harina para el cuarto, pero a pesar de la torpeza y esta negación consustancial a mi persona para la cocina, siempre he sido creativa. Así que corté un montón de fresas y cubrí con ellas todo el bizcocho. A mi madre, mi creatividad le fastidió el postre del día siguiente, pero yo salí del paso. Estaba comestible, y hasta resultón. De todos modos, empezaba a tener claro que yo, como cocinera, sólo podía ir al paro o la cárcel por intoxicar a alguien. Juré no volver a cocinar si no era estrictamente necesario. Y he cumplido.
Pero un día abrí un blog metiéndome con mi madre, luego Planeta me publicó un libro, el libro se vendió muy bien y mi editora me propuso hacer un libro de recetas de mi madre. Yo me atraganté, me meé de la risa, y le dije que lo único que teníamos en común una cocina y yo es que las dos existimos en el mundo. Nada más. Por Dios, si a veces me cuesta saber cuál es el cuchillo y cuál el tenedor. El caso es que mientras mi libro se vendía y Planeta me animaba a escribir la segunda parte de la drama mamá, empecé a pensar que era una gran idea. No la de escribir un libro de recetas, ésa no. Para eso hay que ser experto. Bueno, igual con saber no echar vinagre a la sartén cuando no toca vale... El caso es que pensé que podía ser un recuerdo maravilloso: que mi madre me enseñara a cocinar de verdad y contarlo. Tener un proyecto juntas. Que ella eligiera las recetas de un mes. Y yo las escribiría después de haberlas cocinado al menos una vez. Pensé que era una afortunada porque, yo no sé si aprendería a freír un huevo, pero iba a tener un libro para mi madre y para mí, para nosotras solitas. Íbamos a tener un plan y un proyecto juntas. Cada vez que yo fuera a su casa, o ella viniera a Madrid, yo tenía que aprender una receta. Íbamos a tener la mejor excusa del mundo para reírnos, y una editorial la iba a encuadernar, le iba a poner tapas, y en la Biblioteca Nacional tendría un volumen de cuando mi madre, la drama mamá, me enseñaba que el aceite justo para un gazpacho es la clave para que salga rico. Y me iban a pagar por eso. La leche.
Antes de hablar con mi editora, hablé con mi madre, que se atragantó y casi se cae de la risa, se retorcía de la risa, casi le da un síncope... Encima: «Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. » Y luego dijo: «Pero sin que se lo coma nadie, ¿eh, nena? Que no quiero ir al hospital.» Y luego volvió a decir: «Tú cocinando. Jajajaja.» Yo me empecé a cabrear, porque una tiene su orgullo. El caso es que mi primera propuesta no cuajó. Le alegró a mi madre toda la semana porque se lo iba diciendo a todo el mundo, y según lo decía se atragantaba de la risa, pero me dijo que le parecía imposible, que hay cosas en la vida que no se puede, y no se puede, que uno lo tiene que aceptar. Que ella ya casi había aceptado que yo no era normal, y que no viniera con cuentos ahora.
Nos cabreamos, nos gritamos, me hizo una tortilla buenísima, nos cabreamos más, le dio otro ataque de risa, luego me dio a mí, y lo dejamos estar. Le dije a Planeta que no veía lo de las recetas, que mi madre lo veía menos, que el servicio de sanidad del país agradecería que yo no pisara una cocina, y que yo ya tenía un trabajo que exige responsabilidad, que yo sólo quería que escribir fuera divertido, no un trabajo, que la presión me sienta mal, y yo le siento mal a todo el mundo si estoy presionada, y me puse a escribir cincuenta páginas de una novela que ellos, probablemente, no me querrían publicar. Me tentaron: me mandaron un contrato con un anticipo que me acercaba más a mi casa en la playa. Yo me puse en plan digna: «Quiero escribir a mi aire, no quiero presión, soy un ser libre, odio las imposiciones, blablablá.»
Entonces, mi madre se vino a pasar una semana a mi casa.
PD. Pamploneses, plamplonesas, ¡Viva San Fermín! Es que es imposible no decirlo ¿eh? Ahora en serio. Este
viernes, 24 de mayo, estaré en El Corte Inglés de
Pamplona firmando libros.
A las 19.00 horas, en la planta 5, en la planta librería. Estaré encantada de recibirlos. Soy la morenita nerviosa con el pelo retirado de la cara.
No hagáis caso al cartel, es en la quinta, en la librería.