viernes, 8 de noviembre de 2013

113. ¿Con este frío vas a salir?

San Donato. Foto de CC Txapel Aundi
El frío en mi cabeza es mi hermana pequeña con una bata con capucha en el sofá de casa. Los parques húmedos de Pamplona que atravesaba para ir al colegio muy pronto con el madrugón encima y el pelo mojado y ese dolor de riñones por culpa de ir tan encogida.

El frío es también el café con leche de mi tía Carmen y mi madre y los jerséis remetidos por las bragas, porque por los riñones se coge cualquier cosa. Es los pasamontañas, las bufandas y los gorros que picaban en las orejas.

El frío es el placer de sacar un pie de la cama en sábado y volver a meterlo como quien recoge un premio. También  los patucos para andar por casa que nos hacía mi tía Pilar que resbalaban para horror de mi madre, para locura absoluta de mi hermana y de mí y, sobre todo, para darle trabajo al traumatólogo de guardia.

Es apoyar la nariz en el cristal helado de la ventana para ver cuándo abría la Vitxori para bajar a comprar pipas Facundo y ver una peli de piratas. El frío es también mis amigas fumando en la puerta de la biblioteca hace 15 años.  Era volver a casa los sábados por la noche y meterse en la cama e intentar dormir sin que se pasara ese frío con un zumbido sedante en los oídos, porque aquellas noches de la adolescencia duraban incluso cuando habían terminado.  Eran los madrugones para ir a esquiar y las migas de Juanpito.

El frío son las noches de “gaupasa” estudiando y aquellos cigarros a escondidas en el balcón, envuelta en mantas y pidiendo milagros, es decir aprobados, a estrellas fugaces que nunca veía a pesar de que el frío en mi cabeza siempre es noche rasa. Es empujar el seiscientos de mi madre, mi cumpleaños  y los cafés de siete horas en el Vienés con Cristina. El frío es el monte San Donato con niebla y el monte San Donato es mi padre.

El frío tiene una mala fama completamente inmerecida en los telediarios y entre las drama mamás. A mí me activa, me despierta, me recoge, me templa… Me calma cuando salgo estresada de trabajar,  me da hambre de alubias  y ganas de beber vino tinto mientras pico un poco de queso fuerte. Me hace quedarme en casa, leer, escuchar música. Pero también me apetece caminar abrigada y andar respirando ese aire tan limpio que trae.  Y por supuesto, me da nostalgia, porque  he crecido en el frío.  A cambio me pide abrigo y algún resfriado. Tampoco es tanto. No sean alarmistas.

El frío es la leche en otoño cuando lo andamos estrenando, y ese placer me suele durar hasta marzo porque soy una de esas afortunadas a las que les gusta el calor en verano, el frío en invierno, la lluvia cuando llueve y la nieve…, la nieve me gusta siempre. 

¿Con este frío vas a salir?
Y volveré tarde.


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miércoles, 23 de octubre de 2013

112. Lo peor ya ha pasado...

Llevo sin fumar desde el 3 de septiembre. Yo, Amaya, llevo sin fumar desde el 3 de septiembre. Y prácticamente todas las noches sueño que fumo. Así de triste es la vida del adicto. Antes soñaba con playas, ahora sueño que fumo y me levanto con más mono.  No os quiero ni contar el humor que me gasto por las mañanas.

La mayoría de la gente que me conoce, cuando trata de imitarme o burlarse de mí, hace el gesto de llevarse un cigarro a la boca o de gesticular con él (como en la imagen). Es decir, todo el mundo me relaciona con el tabaco. Fumo bastante (bueno, o fumaba, todavía no estoy segura del tiempo verbal) pero sobre todo, la manera física que tenía de hacerlo, intensa, nerviosa, rápida, ansiosa, provocaba que si cualquiera de mis amigos hubiera tenido que hacer una caricatura de mí, hubiera sido con un cigarro, estoy segura.

A ver, que lo cuento y parece que me hace gracia, pero no, no tiene ni puñetera gracia. Nunca me ha gustado que hicieran eso y siempre he intentado rebatirlo diciendo que fumaba lo mismo que ellos. Pero da igual, en su mente, yo era una mujer a un cigarro pegada. Y me jodía cuando, por ejemplo, me mandaban esta foto y me decían: "Eres súper tú". Mierda súper tú también.

Solo de pensar en dejarlo, me moría de miedo. Los fumadores y ex fumadores lo entenderán: cómo voy a hacer todas esas cosas que siempre hago fumando, por ejemplo, escribir. Pues mira, estoy escribiendo. Me está costando, tampoco vamos a mentir. Me falta concentración, porque si antes solo tenía que pensar en juntar las palabras, ahora pienso en juntarlas y en que no puedo fumar, que es un pensamiento que me acompaña todo el rato. Mira un café, no puedo fumar. Mira, 5 minutos para esperar al bus, no puedo fumar. Mira, un gin tonic, no puedo fumar.  Mira una colilla, no puedo fumar. Mira, un fumador, no puedo fumar… Y así llevo 1 mes y 20 días, y con los dedos cruzados para aguantar.

Me he cansado de fumar. Eso no me quita la adicción, pero al menos me da fuerzas para intentar dejarlo. Me di cuenta que me pasaba la vida gestionando el mono. Sí, también cuando fumaba. En el curro, a veces elegía entre mear o fumar. Triste. Me bajaba de los aviones ansiosa. Ya no se puede fumar en casa de nadie, ni tampoco cuando sales. Me vi con la cabeza asomada a una ventana, justo encima de un aire acondicionado, fumando. Y pensé: “Esto es un coñazo. No solo me estoy jugando mi salud y mi pasta, sino que encima, ni siquiera lo disfruto”.   Y lo dejé. Bueno, 6 meses después lo dejé. Es que soy de efecto retardado, me cuesta que se me asienten las ideas.

He notado mejoría en algunas cosas: el olfato, la respiración, menos tos, más dinero… Pero hay una motivación más fuerte que nada para no echarme un cigarro: no volver a pasar por las dos primeras semanas de dejarlo.

Dos semanas son 20.160 minutos en los que solo hablaba, pensaba y soñaba con fumar.  Todo el rato. A eso hay que sumar la incredulidad de mi entorno que tampoco me hablaba de otra cosa. Mi madre ni se atrevía a llamarme por si había caído, y aún sigue preguntándomelo cada vez que hablamos:

El primer día:
- ¿Cómo lo llevas? ¿Estás nerviosa? ¿Seguro que has caído? Si has caído no pasa nada, lo vuelves a intentar. Es cuestión de intentarlo.
- Pues lo llevo fatal, y mi novio peor, igual me echan del curro, pero no he caído.
- Muy bien, tú sigue así, que todo lo demás se puede solucionar.

El primer día dos horas después:
- Bueno, y ¿qué tal?
- Bien mamá, ¿y tú?
- Yo nerviosa. ¿Cómo estás? ¿Has fumado?
- No.
- Muy bien, que orgullosa estoy de ti. Tú piensa que dentro de nada habrás pasado lo peor.

El segundo día:
- Hola nena, que estaba aquí pasando el aspirador… Y no me aguantaba. ¿Has fumado algo? Si has fumado no pasa nada, tú dímelo. No vayas a mentirme que me daré cuenta.
- No mamá, sigo sin fumar.
- ¡Por Dios! ¡Qué alegría! Ya vas a ver que en nada has pasado lo peor. Lo peor son las 48 primeras horas.  Luego está chupado.

El octavo día:
- Nena, estás como tristona. ¿Ya has caído?
- No, mamá. Es cansancio.
- Ay qué alegría más grande me das.  Tú no caigas, que ya has pasado lo peor. Lo peor es la primera semana.

La quinta semana:
- ¿Qué tal nena cómo vas? Aquí parece que llueve…
- Que no he caído, mamá, sigo sin fumar. No hace falta que hables del tiempo.
- Ay nena, ¿quién lo iba a decir? Tú aguanta, que lo peor ya ha pasado. Dicen que lo peor son las primeras cuatro semanas.

La gente me dice que me descargue una aplicación que te va motivando todos los días, y ya veis que no me hace falta, tengo la mejor coach del mundo. Es un poco mentirosa con “lo peor ya ha pasado” pero, oye,  parece que ella también lo estuviera dejando, por falta de compañía, seguimiento y apoyo no será.

Tampoco voy a ir de flipada ex fumadora. De momento, solo me atrevo a decir que llevo 1 mes y 20 días sin fumar.  Sé que en cualquier momento puedo caer, aunque por ahora solo fume en sueños, esto es un proceso largo, pero ¿sabéis?,  nunca hubiera imaginado que era capaz de estar tanto tiempo si un cigarro. Eso que me quito. Y a diferencia de antes,  ahora no me da tanto miedo dejarlo, así que volveré a intertarlo. Además he conseguido escribir un post a pesar de la falta de concentración, y ya puedo tomar café y gin tonics sin llorar. Poco a poco.

Mi padre decía que llega un momento en la vida en el que te has fumado todos los cigarros y que ya no quieres fumar más. Ojalá sea mi caso y ojalá sí haya pasado lo peor, por mí, y por mi madre, que la tengo en un sin vivir y con unas facturas de teléfono que para qué te voy a contar…


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miércoles, 18 de septiembre de 2013

Capítulo 1: Mejillones al vapor

Abbey Long
Igual se os ha olvidado porque no he sido para nada pesada, bueno, un poco, lo justo... Pero tengo otro librito, un rosa. El pobre es un segundón porque de cada 10 mails que recibo, solo 1 me habla de él, pero es bonito y está hecho con mucho cariño. Y bueno, esta semana me han llegado las alertas de que está pirateado en 5 foros distintos. Yo entiendo que la vida está muy mal, y prefiero que mi segundón se lea aunque sea pirateado, pero he pensado que igual siendo un pelín más pesada, alguién podría animarse a comprarse mi libro rosa y, poco a poco, acecarme un pelín a mi casa en la playa.
Perdonad la pesadez, aquí va el primer capítulo.

Capítulo 1: Mejillones al vapor

Me levanté un sábado. Yo tengo mal despertar incluso a las once del mediodía. Mi padre decía que era un castigo tenerme que levantar de la cama porque era capaz de soltar auténticas barbaridades del tipo: «Mal padre, que eres un mal padre. ¿Cómo puedes levantar a tu hija querida a las ocho de la ma-ñana? Si me quisieras no me harías esto.» Yo se lo decía con diez años, once, doce... Hasta que se le hincharon las narices y un día me dijo: «Mañana no te levanto. Si no estás lista, te vas andando. Y si llegas tarde al cole, vas a cenar vainas tantos días como minutos llegues tarde.» Oye, mano de santo...
A mi pobre novio, un día que vino en plan amoroso a despertarme: «Cariño, son las siete, levántate», le dije: «Eres un cara culo.» Totalmente en serio. Me salió del alma. Eso fue hace tres semanas.
Así que con ese humor, que más bien es un «deshumor» mañanero, me levanto, voy a la cocina rugiendo, me doy un gol-pe con la esquina de la puerta, suelto un taco, mi madre me mete una colleja y, cuando voy a encender la cafetera, veo en la enci-mera: una tabla de cocinar, unos mejillones, una sartén, una botella de vino blanco y medio limón. Y sin dejarme ni siquiera tomarme ese café que me hace ser, casi, una persona, me dice:

—A ver, tú querías aprender a cocinar, ¿no? Pues hoy va-mos a hacer mejillones al vapor para el aperitivo.
—¿Te refieres a «hoy» o a «ahora»? Porque son dos cosas distintas — dije, y pensé en terminar la frase precisando: «Muy distintas, cara culo», pero no lo dije porque también había un cuchillo en la encimera, y yo ya iba caliente con la colleja.
—Mal empezamos, nena, mal empezamos. Si ya decía yo que enseñarte a cocinar a ti es imposible, no tienes actitud.

Entonces vi que era una prueba. Algo en su cabeza había hecho clic, y aunque yo todavía no sabía por qué, mi madre me iba a regalar uno de los mejores recuerdos que siempre tendré: un montón de horas aprendiendo a cocinar. La verdad es que no tuve en cuenta el montón de collejas, ni los gritos, ni las discusiones y ni esos golpecitos en los nudillos con una cuchara de palo cada vez que metía los dedos dentro de un plato o de un bol. Que esos golpecitos me parecen una de las mayo-res torturas del mundo. Pues no tuve en cuenta nada de eso, sólo pensé: «Nena, esta prueba tienes que pasarla, que te estás jugando la casa en la playa», pero justo después pensé: «Bueno, pero después de tomar un cafelito, ¿no?»
—NOOOOOOOOO. Que pareces tonta, nena. Mira, mejor lo dejamos ahora mismo. Así no se puede. Te tengo todo preparado, y tú, a tus cosas. Ya te dije que era una mala idea.
—¿Mis cosas? Mamá, no seas exagerada, sólo quiero desayunar. Por no comentar que a ver quién tiene cuerpo de zamparse unos mejillones recién levantada de la cama...
—Si fueras una persona con fundamento y te levantaras a una hora normal... Que duermes como una adolescente, nena.
—Bueno, no pasa nada, enséñame cómo se hacen unos mejillones. De verdad que quiero aprender.
—¿Seguro? ¿Me vas a prestar atención y no te vas a poner a mirar el móvil en dos minutos?
De verdad que me apetecía hacer ese pequeño experimento familiar, así que dije:
—Prometido, mamá, yo me quedo aquí calladita y te miro.
—¿Que me miras? Anda, nena, agarra esos mejillones y pásalos bien por agua, y les quitas bien las barbas y las algas. La que te mira soy yo. Pues sí que vas tú buena. A cocinar se aprende cocinando, como todo en la vida.
—¿Cómo que «barbas»? Mamá, que ya sabes que a mí me roza un alga en el mar y soy capaz de hacer un Usain Bolt.
—No sé qué es eso, pero así no vamos a ninguna parte. Si quieres aprender, te tienes que manchar. Agarra el mejillón, el cuchillo y a raspar.
Y todo esto en ayunas. La verdad es que me cagué mentalmente en Planeta, en mi editora, y en mi idea de complicarme la vida. Pero hicimos los mejillones. Vamos, que si los hicimos, y oye, luego nos los comimos, y ni tan mal. Nadie tuvo diarrea, ni náuseas. Fue la primera vez en mi vida que alguien dijo: «No están nada mal.» Se notaba el miedo de mi madre y de mi novio. Al principio sólo se atrevían a chupar una esquinita, con el ceño fruncido, y el móvil premarcado con el número de emergencias. Pero, oye, pues no estaban mal.

Ingredientes:
• Doce mejillones gallegos limpios. Bueno, limpios quiere decir que los limpias tú. Que no te engañen.
• Cinco granos de pimienta negra. Y no, no te sirve igual molida. No empieces haciendo trampas.
• Una hoja pequeña de laurel y un limón.
• Una cucharada de vino blanco tipo fino, seco. Una tontería: que, cuando vayas a comprarlo al súper, no pone «Tipo fino, seco» en la botella, y probablemente al señor del pasillo de las botellas le haga gracia que se lo preguntes así. Lo digo por decir, que no es que el señor del pasillo del súper de al lado de mi casa me sonría y me salude cada vez que voy. No es eso.

Preparación:
No andes pidiendo un café. Actitud, hombre, actitud.
Limpia bien los mejillones debajo del grifo.
Quítales las barbas con ayuda de un cuchillo, desde la parte más estrecha hacia el lado opuesto, y aguántate las náuseas.
Si se resiste, frótalo con un estropajo duro. Sigue aguantando las náuseas.
Comprueba que no huelen y que están vivos golpeando un poco la concha. No hagas como que el mejillón habla con el acento de Chiquito de la Calzada. No es gracioso y te distrae. Y si te distraes, te salen malos.
Pon una sartén a calentar con un chorrito de vino, la pi-mienta y el laurel. Para eso, tienes que saber qué es el laurel y comprarlo en el súper. Echa los mejillones limpios una vez caliente.
Luego los tapas y agitas la sartén. Sin que salte todo, que eres un desastre, hombre, ya.
Los pones en un plato y los rocías con limón.

Ingrediente esencial para cocinar mejillones al vapor
Actitud, coño, actitud. Saber que puedes con ellos, aguantar las náuseas al quitarles las barbas, comprobar que no hay ninguno muerto, olisquearlos y golpearlos, hacerlo otra vez por si acaso. Más actitud. Y, oye, entre vosotros y yo, la receta mejora bastante si has desayunado, y si no tienes a tu madre gritando detrás de ti. Pero bueno, no estaban mal. Aprobado raspado.

Pues eso, mi segundón:
En la cocina con la Drama mamá. El libro de recetas que no conseguí escribir en:
EBOOK y -PAPEL















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miércoles, 11 de septiembre de 2013

La vez que fuimos famosas

Mercado Atarazanas
Elena no lo sabe pero ha pasado a ser una de las historias en mi familia. E incluso escribiendo este post, Elena, a la que casi no conozco, puede que no me crea, que piense que soy una exagerada, que invento mucho, puede, Elena, puede, pero entre todas las batallas que contaremos alrededor de una mesa, en la que probablemente haya vainas y comida para 70, (seamos 5 o 15) Elena será una de nuestras historias. 

Hace poco, mi madre y yo nos escapamos a Málaga. En realidad, fue por un mal motivo, había fallecido un familiar. Ella viajó directa desde Pamplona vía Zaragoza, y yo, dos días después, desde Madrid. Cogimos un hotel a toda pastilla, mi hermana y yo que casi no hemos estado en Málaga, y conociendo a mi madre solo buscamos dos cosas: que estuviera cerca de lo que nos parecía el centro en Google Maps y que tuviera pinta de muy limpio. Y, oye, acertamos. Elegimos uno pequeño, bonito y familiar, el Hotel Atarazanas, y estaba en el mismo centro en frente de un mercado, que eso a una drama mamá le pierde, porque puede comparar los precios de todos los pescados con los de su ciudad:
- Nena, mientras te esperaba, me he metido en el mercado y las almejas están a 4 euros el kilo. En Pamplona, por 4 euros, los pescaderos te saludan, pero vamos, no te dan ni la concha de la almeja.

Al día siguiente:
- Nena, me he ido a pasear por el mercado porque tú ya sabes que yo me desvelo, y a las 6 estoy en pie. Pues resulta que tienen unas gambas a las que casi puedes darles la mano y tratarles de usted, enormes. Eso en Pamplona son más bien besugos. ¡Que pescados tienen! ¡Y casi regalados!

Al tercer día:
- Pues nena, me ha dicho Mateo.
- ¿Mamá, quién es Mateo?
- El del primer puesto por la izquierda,
- ¿Ya conoces al pescadero?
- Es que es muy majo, y tiene un pescado… Les ves los ojos a esos peces y puedes ver casi que piensan. Pues me ha dicho  que las rosadas no tienen cabeza porque para quitarles las escamas, tienen que congelarlas y tirarles de  la piel como si fuera un cordero. ¡Como un cordero! ¿Te lo puedes creer? Si es que aquí hay un pescado…

Vamos, si tengo que buscarle cualquier hotel en el mundo a mi madre lo tengo claro, cerca de un mercado. Todo el tiempo que está metida dentro no me está regañando por el peinado, el vestido, lo que como, si miro el móvil, si fumo, si tomo mucho café…

El caso es que yo llegué al hotel de noche, y  la recepcionista del hotel fue súper simpática. No paraba de sonreírme a pesar de que yo llegué medio zombie y casi me subo a la habitación sin hacer checking. Lo único que atiné a decir fue:
- ¿Hay wifi?
- Sí- contestó la sonriente recepcionista. A lo que la drama mamá dijo:
- ¿Tú no habrás venido aquí a trabajar no?
- No mamá, claro que no…- le contesté.

La sonriente Elena me dio la contraseña del wifi. En el ascensor comentamos lo simpatiquísima que era la recepcionista y subimos a descansar.

Bueno, quien dice descansar dice deshacer toda la maleta a la perfección, cosa que jamás hago si viajo sola, y colgarlo en las perchas que mi madre había traído. Sí, porque las perchas de los hoteles nunca son suficientes. En fin, prometo un post sobre las maletas y las drama mamás.

A las 10 de la mañana del día siguiente, me desperté sobresaltada porque no llegaba al desayuno. Corrí al comedor y allí estaba mi madre charlando con la camarera, no supimos su nombre, pero también sonreía mucho, era muy simpática, y de Burgos, y según mi madre, tenía pinta de limpia, lo que un hotel es muy muy importante.
Total que me puse a revisar mensajes de Facebook, y entonces leí en mi muro:

“Hola nena, soy la recepcionista del hotel en el que estás alojada... Auténtica frase de drama mamá cuando has pedido el wifi y tu madre ha dicho: "pero tú no vendrás a trabajar, no?"  Me encantáis las 2! qué arte!” Elena.

¿Qué tontería pensaréis? Pues no tenéis ni idea, hombre. ¿Cómo va a ser eso una tontería? Es la primera vez que nos reconocen y probablemente sea la única.  Y eso te hace sentirte un poco en casa, un poco querida, y sobre todo, te hace tener una historia que contar.

Cuando por la tarde volvimos a echar la siesta, teníamos unas brochetas de fruta fresca en la habitación y mi madre estaba que no se lo creía:
- Nena, nos han traído fruta porque eres famosa.- y se meaba de la risa.- ¡Tú! ¡Famosa!
- ¿Seguro que es por eso?
- Oye, que yo llevo dos días aquí, y muy majos, muy limpios, pero de fruta nada. Oye nena, ¿te imaginas a la Penélope? Porque si tú que no eres nadie, te ponen algo, y son tan majos, imagínate a la Penélope. Eso tiene que ser una locura- entonces la que se meaba era yo.-  Tenemos que darles las gracias, ¿eh?, que esto es un detallazo. Seguro que esa Elena tiene una drama mamá estupenda.
Recepción Hotel Ataraznas
A mí me hizo mucha ilusión, la verdad, pero a mi madre ni os cuento. De verdad que ya ha contado la historia más de 30 veces. Le hicimos fotos al comentario, y cada vez que estábamos con alguien me hacía enseñárselo. Por no mencionar que contestó la encuesta del hotel, y se lo hemos recomendado a todas las personas, incluso a las que no viajaban a Málaga.

Antes de irnos, Elena, vino con mi segundo libro, se lo dediqué y nos sacamos fotos las tres.  No sé, igual Elena borra esas fotos, igual ella no le ha contado a nadie que nos conocimos, pero nosotras, nosotras siempre tendremos una Elena que nos puso frutas cuando yo fui casi tan famosa como la Penélope.


PD. Por si las dudas, que el mundo del bloguer está muy subvencionado, este no es un post patrocinado. Es mi sincero agradecimiento a cambio de unas frutas frescas, algo de cariño, y una buena historia que contar.

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jueves, 22 de agosto de 2013

21 días

Este año la vuelta de vacaciones me está costando un huevo.  Y me he pillado un cabreo absurdo, de esos en los que sabes que no tienes razón y que cuanto antes se te pase, mejor.  Pero, oye, no hay manera, no se me pasa. Un me pico y no respiro en toda regla, pero a los 34 años. Y acabo de descubrir por qué: por haberme ido 21 días.

Se supone que esa es la cifra de días que convierte algo en hábito. Es decir, si durante 21 días te levantas y te metes el dedo en un ojo, el día 22 ya no necesitarás pensar en metértelo, habrás creado un hábito. Un hábito realmente absurdo, pero te saldrá solo. No lo digo yo, lo dicen algunos psicólogos, lo de los 21 días y probablemente también tengan algo que decir acerca de meterte el dedo en el ojo.
Por eso estoy jodida, tendría que haber vuelto un día antes, con uno hubiera sido suficiente. Pero no, he creado un nuevo hábito para mi cuerpo y ahora necesito que se acostumbre justo a lo contrario.
Durante 21 días:
- He dormido más de 9 horas que viene siendo mi media ideal, y si me pongo tonta, 10.
- No me he despertado con el despertador, que mira que mi alarma es el ruido del mar, y gaviotas y tal, pero a quién pretenden engañar esas alarmas a las 7 de la mañana… Solo consigo que cuando oigo una gaviota, incluso en vacaciones, me descomponga un poco.
- He desayunado leyendo el periódico al aire libre durante una hora. Esto que empiezas por detrás, y luego la portada, y para adelante, y acabas leyendo hasta los deportes, que descubres cosas apasionantes como el curling, gente que se dedica al curling, vive del curling, y otro montón de gente fanática del curling. Y entonces te sientes una persona súper normal, con gustos súper normales, que siempre sienta bien.
- He bajado a darme un baño en la playa justo antes de tomar el vermut, o dos vermuts, incluso tres…
- He comido en un chiringuito pescado fresco viendo el mar, fresco de verdad, no el fresco de las bolsas congeladas.
- Me he vuelto a casa a echar una siesta, para nivelar si es que solo había dormido 9 horas…
- Me he dado un baño en la piscina para despertarme de la siesta, que al principio no apetece pero luego te deja un cuerpo como recién estrenado.
- He ido a la playa a estar un par de horas al sol leyendo.
- Justo después de ver la puesta de sol, he ido a cenar, todavía con la sal en la piel.
- He visto 21 puestas de sol que he tenido a bien publicar en mi Instagram para dar el máximo posible de envidia y desmostrar que soy una de esas miles de personas que con un filtro que lo queme todo y un paisaje imponente son capaces de sacar una foto mediocre. 
- He vuelto a casa, y mientras mis gatos exploraban el jardín, he leído y bebido un gin tonic hasta que me ha dado sueño.


Así 21 días con pequeñas variaciones. Con lo que cuando me levanté el día 22, a las simpáticas 6 y media de la mañana con el jodido ruido de las gaviotas para lanzarme a la M30 (lo más parecido a mi propia imagen del infierno) iba un pelín desubicada, y con tanto sueño que a mi cuerpo serrano lo que se le antojaba era un Gin Tonic.  Tal cual, un puñetero hábito. 

Me contuve en el bar en el que desayuno siempre y me conformé con café, por no llegar al curro apestando a alcohol, porque un hábito cuesta 21 días conseguirlo, pero un mote inapropiado con un día vale, que se lo pregunten si no a “Provechito” que tuvo la mala suerte de eructar en el momento equivocado en catequesis.

El caso es que me he puesto a hacer un ejercicio mental, para ver si consigo controlar este cabreo que me hace ir tocando el claxon y dando las largas en la M30 como si más que luz llevara un rayo láser exterminador (idea que molaría, para qué negarlo).  Mi ejercicio mental tampoco es que sea un dechado de autoconocimiento, paciencia, estoicismo y resiliencia… Me gustaría mucho, incluso estaría bien saber qué significa exactamente resiliencia, que ahora todo el mundo lo dice, y está claro que yo también soy todo el mundo. A lo que voy, mi gran ejercicio mental  es encontrarle las pequeñas ventajas a mi vida normal, bueno, y echar lotería a nivel ludópata, que es mi plan B, por si lo otro no me cura el cabreo.
Así que aquí van las mini ventajas de mi vida normal:
- El wifi: es un pelín triste, pero oye, el 3G es un infierno. Engancharme al wifi es como tener barra libre de todas las sandeces de internet, y eso anima un poco.
- Estar en tu propio baño: esto es la leche.  Con su presión en la ducha, tu gel donde lo dejas siempre, la comodidad de que tus toallas estén secas sin la humedad que siempre hay en los sitios de playa, todos esos botes de cremas, colonias, etc…
- Tu cama, bueno la mía, en ningún sitio se duerme como en cama propia, aunque el mar no te espere fuera.
- La pasta de dientes: esto es culpa mía, porque la que me gusta solo tiene un tamaño XXL así que nunca la llevo de viaje. Y me paso con una de esas súper súper frescas, tanto que te despejan la nariz, ahora que sientes como si se te hubiera pegado la lengua a un trozo de hielo.
- Estrenar tu propia ropa o al menos eso me pasa a mí. Como me llevo cuatro cosas, cuando vuelvo y me pongo  el vestido que hace 21 días que no llevo, siento como si estrenara mi propia ropa. Esto igual es raro.
- El agua del grifo fresca, a morro, sin botellas, ni neveras. Esto debería ser un derecho universal.
- La presión de la ducha: ya lo he dicho pero es que la leche. ¿Sabéis lo que es sacar la arena de mi pelo con esos chorros a cuenta gotas?
- Tener mis libros a mano, poder elegir exactamente lo que quiero leer, y no entre solo los 8 que he decidido llevarme.
- Hablar con mi madre desde el fijo: si ya es complicado comunicarnos por el fijo, lo del móvil ya es la locura: que si no lo he oído, que si no tenía cobertura, que ahora no tienes tú, que qué es ese ruido, no será el mar, que son las 4 de la tarde y no habrás hecho la digestión, un follón.
- Y, por último, hoy es día 22 trabajando. Esto está hecho.

Voy a ver si me ha tocado la loto.

@mama_drama

lunes, 29 de julio de 2013

111. Que pena tirar todo esto


No sé qué ha pasado. No he visto las pistas, estaban ahí, pero nada, no las he visto. Pero este fin de semana ha sido como una revelación.

Este fin de semana he estado en casa de mi madre y no me ha dicho ni una sola vez que qué pingo llevo puesto, ni que me retire el pelo de la cara, ni que me ponga pendientes (porque una mujer sin pendientes es como un burro sin dientes). Y mira que me habrá dicho veces eso. Nada. Ella me miraba y me sonreía, incluso se le ha escapado alguna vez que parece que estoy mejorando el gusto y ya no me pongo tanto trapo. Lo ha dicho bajito y como de corrido pero, oye, lo ha dicho.

El caso es que me he pasado todo el finde pensando que ocultaba algo, que de un momento a otro me iba a pedir un súper favor, tipo un riñón, que sería lo único que lo explicaría su actitud, o peor aún, que justo antes de irme me iba a dar todos los consejos de un tirón, todos juntos, lo que produce el típico shock de sobredosis de maternidad, y te vas para casa hundida, como si tuvieras 10 años y te hubieran pillado copiando en clase. Pero no, me dio un abrazo sonriendo, un apretón muy fuerte y para el coche. Yo me fui confundida.

Así que me tiré 400 kilómetros conduciendo y analizándome: ¿Me habré hecho mayor? ¿Realmente visto mejor? ¿Se habrá hecho ella mayor? ¿Se habrá cansado de meterse con mi ropa y con mi pelo? ¿Se habrá dado cuenta de que no sirve para nada? Este pensamiento me dio mucha risa, una risa terrible que casi me hace tener que parar en el arcén. ¿Podré llevar el pelo suelto el próximo fin de semana sin que me diga nada? Este pensamiento me puso la piel de gallina y me revolvió el estómago solo de imaginarme tamaña temeridad. Empecé a barajar que estuviera leyendo algún libro de psicología inversa, incluso estuve a punto de llamar a mi hermana para ver si había notado algo raro en ella, por ejemplo, que se hubiera apuntado a una secta. Pero después de muchas vueltas, me dije: “Nena, tú disfruta”. Y me puse a disfrutar que se me da muy bien.

Pero había truco, claro que había truco, siempre lo hay.

Ayer me traje a parte de las chistorras de rigor, las vainas camufladas, guindillas, pastas, chorizo, lechugas, y tomates, el vestido que llevé a la boda de mi hermana. El segundo que me compré porque el primero le quitaba las ganas de vivir a mi madre. Sí, era exactamente ese tipo de vestido.

Total que toda contenta me lo voy a probar, y ahí, sí que sí: la revelación. ¡He engordado un huevo! Un huevo que no me cierra ni metiendo tripa, aire, sin respirar, de puntetas y con faja. Pero ha sido un engordar que no he visto venir, como de golpe. Un engorde de susto. Vamos, que sí que notaba un par de kilillos tontos, pero de ¿no cerrar un vestido? No, ni de coña.

Pues mi madre sí lo había visto, claro que lo había visto, como para no verlo, si es capaz de saber si he bebido una copa un mes y medio después de habérmela tomado. (Nota breve: policía municipal, pongan una drama mamá en los controles. No hay fallo).

El caso es que ella había visto mis kilos de más, y como buena drama mamá está encantada, vamos, que no le importan ni mis vestidos de trapillo, ni mis pelos mal peinados porque me ve estupenda, saludable, con reservas en caso de que venga el apocalipsis y grasa para protegerme de los catarros. Es decir, en el estado perfecto de salud de una hija. Y he entendido todas sus sonrisitas este finde de semana, una por cada gramo de más.

Yo, después del susto, y de un peligroso bailecito para conseguir salir de la faja (¡la leche! las fajas las carga el diablo) me he puesto a dieta pero he empezado mal: tengo chistorra, chorizo y pastas de mi madre. Así que cuando he abierto el frigo he dicho una frase de drama mamá total, exactamente de mi drama mamá:

- Que pena tirar todo esto…

He reflexionado un poco, pero yo soy más de disfrutar que de reflexionar, así que me he hecho una buena chistorra, y una chistorra sin pan, es de tristes, y los que no somos tristes lo acompañamos con una copita de vino, y de postre un cafelito con pastas de mamá. Y entonces sí que sí, la revelación de las revelaciones, la súper revelación: he entendido a mi madre que  siempre dice que ella engorda de pena...

- Que pena tirar esta chistorra, que pena tirar este chorizo, que pena tirar el trozo que ha quedado de cordero…

Y ha sido entender a mi madre y morirme de miedo.



jueves, 23 de mayo de 2013

La cuadrilla

Pensamientosenlineas
Existen dos tipos de personas en el Norte: los que tienen cuadrilla y la gente de “amigos sueltos”. A partir de esa diferencia se estructura toda la sociedad. Y digo toda.

La cuadrilla se une en el colegio. Tiempo máximo de formación: 14 años. Todos los que se agreguen a la cuadrilla después de esa fecha siempre serán “los nuevos”. Sí, da igual que tengas 72 años, y que hayas pagado las cuotas de la bajera o de la peña durante 54, y que lleves desde primero de la universidad en la cuadrilla, da igual, alguna vez tendrás que escuchar:
- Tú es que no estuviste allí porque eres de “los nuevos”.

Como cuando teníais 12 años y el “Bulto” se meó en clase de pretecnología y para disimular se echó un bote de pintura encima. No, tú, el nuevo, no estuviste ahí. No te rías tan fuerte que en realidad no llegas a entender del todo lo cómico que fue.  Porque la cuadrilla habla siempre de lo que ha vivido unida, nadie habla de su viaje Tailandia a no ser que todos, o al menos dos hayan ido de viajes juntos. En ese caso, la cuadrilla cuenta cómo se rieron cuando el “Bulto” y el “Rana” llegaron al aeropuerto y les esperaron con un cartel enorme con una foto de los dos en bolas.

En una cuadrilla hay motes. Probablemente, cuando tu madre te llame por tu propio nombre, no sabrás a quién le habla, cosa que las madres llevan muy mal y más de una contestaba al teléfono:
- Aquí no vive ningún bulto. Se ha equivocado de teléfono. Aquí vivimos Antonio, Manuela y José Luis. Ya ves, todos tenemos nombres de persona.- y colgaba.

A partir de ahí, la cuadrilla sumará a sus historias anuales la vez que la madre del “Bulto” colgó al “Rana” y cómo todos descubrieron que el “Bulto” se llamaba José Luis.  A la nueva lo le hará tanta gracia, porque claro, ella no lo vivió, porque se sumó en el instituto a la cuadrilla.

Si conoces a alguien en un bar, algo muy muy raro, que implica intercambiar palabras con un desconocido del que no sabes su colegio, su casa, su pueblo o a qué piscina va, y que pudiera ser una persona de “amigos sueltos” lo primero que tienes que hacer es preguntarle por uno de esos cuatro puntos cardinales para poder situarlo en una cuadrilla. Es raro, pero en todas las cuadrillas hay un lanzado que es el que consigue que dos cuadrillas se hagan amigas.  Esto es imprescindible para que la especie se perpetúe. Normalmente es la manera de que los hombres y las mujeres se relacionen, se enamoren y tengan hijos.

Si desde el principio se diera la rara situación de que la cuadrilla fuera mixta, lo normal es echarte un novio en ella por lo que, pasado un tiempo, tu exnovio acaba siendo el novio de tu mejor amiga. Esto no es impedimento ninguno para que la cuadrilla siga unida, peor sería que te echaras un novio de “amigos sueltos”, difícil de ubicar, demasiado inaprensible, volátil…

A veces, uno puede tener varias cuadrillas: la de siempre, la de la universidad, y la del trabajo. Solo los muy sociables consigue mantener este tipo de estructuras tan complicas. Y ese es el orden al que hay que obedecer en caso de que los planes de varias se solapen: si hay almuerzo con los de siempre, solo una boda, bautizo o funeral de los de la cuadrilla de la facultad puede ser excusa para faltar. A los del trabajo, se les ve al terminar la jornada laboral, en la cena de navidad y puede que una cena por fiestas.

A las bodas de la cuadrilla se va siempre, y el dinero del regalo se entrega dentro de algo asqueroso o complicado de desenvolver o a través de una compleja ginkana con coordenadas de GPS.
Los dos miembros del matrimonio duplican sus relaciones sociales porque pasan a tener dos cenas a la semana con cada una de las cuadrillas. Ella pasa a llamarse la “bulta” y el día que tienen un hijo, siempre e invariablemente, será el “bultito”, que irá a jugar al parque con “la ranita” y el “chinito”. Esto es así.

La cuadrilla te acompañara a lo largo de tu vida, hagas lo que hagas, digas lo que digas, estarán a tu lado, y el día que te entierren siempre habrá alguien que comente:
- ¿Os acordáis del día que el “bulto” se meó en clase de pretecnología y se echó pintura por encima para disimular?
- Es que mira que se le daban mal las manualidades...

Da igual que después de aquellos años te hicieras ebanista, diseñaras un nuevo tipo de sillas que revolucionaron el mercado por su ergonomía y su original diseño, te forraras, y una multinacional te comprara la idea. Lo mismo da, tú eres el “bulto”, tu mujer la “bulta”, y tu hijo el “bultito”, y te estás empezando a preocupar porque tiene 9 años y parece que es de “amigos sueltos”.


PD: Sigo con la autopromo: Este viernes, 24 de mayo, estaré en El Corte Inglés de Pamplona firmando libros. A las 19.00 horas, en la planta 5, en la planta librería. Estaré encantada de recibirlos. Soy la morenita nerviosa con el pelo retirado de la cara.

martes, 21 de mayo de 2013

El principio que no fue el principio (2)


Mi incapacidad para cocinar algo comestible se veía venir. Yo apuntaba maneras desde pequeña. La primera vez que cociné en mi vida tenía quince años. Mi madre y mi abuela habían intentado enseñarme en numerosas ocasiones, pero nunca presté atención. A los quince, mis padres me mandaron a Inglaterra a estudiar inglés. Y como nosotros somos muy majos y vamos haciendo España allá por donde vamos, me mandaron con pimientos del piquillo y espárragos de Navarra. «Que a saber qué come esa gente, que ni siquiera conducen por el mismo lado. Y una hija mía no va a pasar hambre. Eso sí que no.» Vamos, lo típico.

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Llegamos a aquella casa enorme mis pimientos, mis espárragos y yo, y allí nos esperaba una Torre de Babel culinaria. Los dueños eran un turco y una india con dos hijos nacidos en Inglaterra. En la habitación junto a la mía había un brasileño, en la otra una italiana, y en la planta de abajo, una familia de rusos (los dos padres y una hija). Todos estudiábamos inglés y, por las noches, la amable pareja de anfitriones propuso una costumbre que casi acaba con todos: cena por países. Cada día, una nacionalidad cocinaba un plato típico. Me cagué en todo porque mis padres me tenían que haber echado un chorizo, y una chistorra, y jamón, y un queso...  Cualquier cosa que ya estuviera cocinada, que en mi tercer turno ya no tenía nada que hacer, y quien dice hacer, dice sacar de una lata.

Mi primera noche fue un éxito, los espárragos triunfaron en nuestra pequeña ONU. Competían con la sopa más surrealista que he probado nunca. Los rusos hacían una especie de caldo que se teñía de rojo por la carne medio cruda que le echaban, luego te daban un bote de nata montada que tenías que echar por encima, y como toque final, un poco de ajo crudo troceado. Y todo eso en un país en el que no ponen pan para poder tragar mejor. No me he tragado tanta arcada en mi vida. ¡Por Dios! Lo que hay que hacer para ser educada. Así que mis espárragos triunfaron. La pobre italiana me miraba con lágrimas en los ojos al probarlos.

El segundo día, me lo salvaron los pimientos del piquillo que compitieron duramente con unos macarrones al pesto, pero los rusos acabaron sacándoles fotos. De postre, el dueño de la casa, que era de Estambul, nos hizo un yogur al que había que echarle pepino por encima. Una marranada, pero después de aquella sopa me pareció maná divino.

Y llegó el tercer día. Tiramos de Europa 15, que era la tarifa internacional que nos permitía hablar todos los días quince minutos sobre cómo comía, si iba abrigada y si era educada con mi familia de acogida. Me puse al lado del teléfono, con papel y boli, y mi madre me enseñó a cocinar una tortilla de patata. Tuvimos que pasarnos a Europa 30, porque yo no entendía nada. El caso es que me dije: «Bueno, nena, si todo el mundo sabe hacer una tortilla, ¿por qué tú no?» Pues porque Dios no quiere. Y contra Dios, no se puede ir.

Para empezar, tuve un pequeño problema. La falta de un ingrediente: aceite de oliva. Bueno, aceite de cualquier tipo, e hice una de esas deducciones que hacen que sea una negada para la cocina. «¿Qué más dará el aceite? Con mantequilla también se fríe igual, ¿no?» Pues no, no se fríe igual. Sólo consigues que las patatas sepan a mantequilla. Ni que decir tiene que aquella tortilla fue un asco espantoso. Dulce, con las patatas duras por dentro, y, por supuesto, no me cuajó. Me inventé que era una variante que se llamaba «revuelto navarro» (pueblo de Navarra, conocido por sus grandes cocineros y paladares expertos, lo siento mucho, de corazón), pero intuí las arcadas en la cara de la italiana al tragar aquel comistrajo. Así que empecé a saltarme las cenas de la ONU porque mi siguiente receta era una paella... ¿Os imagináis? Primera española extraditada por intoxicar a dos familias y dos estudiantes y persona non grata en Brasil, Italia y Rusia. El día de la despedida me fui a un restaurante español que había en la ciudad, un asturiano, y me gasté todo el dinero que me quedaba en comprar anchoas, fabada y cabrales. Casi me aplaudieron.

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Al principio pensé que había sido mala suerte: me faltaba aceite, experiencia, perspectiva, una tarifa Europa 140... Así que el verano siguiente, cuando mis padres me mandaron con una familia inglesa a la playa y nos propusieron un día cocinar algo a alguna de las cuatro chicas que estábamos allí, me dije: «Nena, coge algo facilito, que traiga todos los ingredientes.» Me compré una caja de gelatina Royal. «Así no hay fallo — pensé—. Además, en la cajita pone todo lo que tengo que hacer. Esto está chupado.»

Pues mira tú qué cosas..., la cagué, porque hice otro razonamiento de esos que han hecho que mi arroz blanco sea el peor del mundo. Si en la receta pone «cueza el arroz durante veinte minutos», pues yo me pongo nerviosa, porque concentrarme veinte minutos en algo que me aburre, pues que no puedo. Así que me digo: «Si le echo menos agua, se evapora antes, y lo tendré listo en quince minutos.» O si dice: «Póngalo a fuego lento», pues yo me digo: «Nena, tú pon el fuego al máximo, que así lo tienes listo en la mitad de tiempo.» Aquel día, con la gelatina me dije: «Si dice cuatro horas en el frigorífico, pues está claro, dos en el congelador, y listo.» Que discurrí esto por otro de los motivos por los que soy una negada para la cocina:  porque nunca me apetece meterme allí y ando perdiendo el tiempo hasta que tengo que hacer una cena para ocho en un cuarto de hora. Ya os lo digo yo, no se puede. Hacedme caso y llamad a una pizzería. Mucho más digno. Palabrita.

Algo parecido me pasó ese día. No había tiempo. Me entretuve yo qué sé con qué y se me vino la cena encima. El caso es que, aparte de esta mano extraordinaria para la cocina, también fui bendecida con una torpeza tan portentosa que puede ser considerada una habilidad. Porque dudo que haya muchas más personas en el mundo con el don de caerse tres veces seguidas sin tropezarse, ni resbalarse, ni moverse siquiera. Nadie me lo valora, pero seguro que alguna utilidad tiene que tener. Así que mi gelatina perfecta del congelador se me cayó al suelo al ir a sacarla, y se me partió un poco por una esquina.

¿Qué hacer? ¿Confesar? Jajajaja. A veces me hago mucha gracia. Le puse el trozo partido, le di la vuelta, la pasé por agua, porque soy un desastre pero soy requetelimpia, y subí al piso de arriba para presumir de postre. Sí, no os lo había dicho, encima de torpe, soy un poco imbécil. Pero pasó una cosa muy curiosa mientras comíamos los platos que habían hecho los demás: un pastel vegetal (una niña de dieciséis años hizo un pastel vegetal, ¿os lo podéis creer? Esa tipa no tenía vida social, porque, si no, no lo entiendo), una ensalada con guacamole (y la otra niña ni era mexicana ni nada) y una estupenda tortilla de patata, con su aceite y su tamaño redondo, cuajada, perfecta. Malditas niñas. El caso es que mientras comíamos aquello empecé a ver que mi gelatina, apoyada en la mesa de al lado, perdía volumen. Se le iba haciendo como un caldillo alrededor, y cuanto más caldo, menos gelatina. Empecé a comer rápido y a azuzar al resto, pero aquello no hubo manera de salvarlo. Cuando llegamos al postre, no quedaba nada de mi gelatina. Era un líquido rojo con algún grumo. Yo dije que seguro que estaba caducado el producto, todos en la mesa dijeron que superseguro, pero yo ya empezaba a intuir que mi truco del congelador no había funcionado.

Yo no soy de desanimarme pronto, lo he aprendido de mi madre y su teoría sobre que las vainas me van a acabar gustando, así que en segundo de carrera, cuando me invitaron a una cena en la casa de unos amigos, dije: «Yo llevo el postre.» Lo dije en plan animosa, que soy superanimosa, pero en realidad tenía toda la intención de que la que se animara fuera mi madre. Pero, chica, no se animó. Tenía el día de «Os creéis que soy vuestra criada y esta casa es un hostal. Lo que me faltaba:
cocinar para otros. Ahí tienes la receta del bizcocho, te pones y lo haces tú. Y no ensucies la cocina. Que el buen pintor es el que no mancha». Me quedé pensando un rato en su metáfora, que qué tendrá que ver un pintor con un bizcocho, que si Miguel Ángel se tuvo que poner perdido pintando la Capilla Sixtina, que a Picasso le pegaba ponerse de pintura hasta las trancas, que Dalí no tenía pinta de ser muy limpito... Lo típico que puede hacer una mente dispersa. Después de un rato, y algo menos animosa, me puse manos a la obra. Hice tres bizcochos. No porque fuera a llevar tres a la cena, sino porque el primero no subió, el segundo explotó y el tercero se quedó pegado al molde al darle la vuelta.

Ya no me quedaba ánimo ni harina para el cuarto, pero a pesar de la torpeza y esta negación consustancial a mi persona para la cocina, siempre he sido creativa. Así que corté un montón de fresas y cubrí con ellas todo el bizcocho. A mi madre, mi creatividad le fastidió el postre del día siguiente, pero yo salí del paso. Estaba comestible, y hasta resultón. De todos modos, empezaba a tener claro que yo, como cocinera, sólo podía ir al paro o la cárcel por intoxicar a alguien. Juré no volver a cocinar si no era estrictamente necesario. Y he cumplido.

Pero un día abrí un blog metiéndome con mi madre, luego Planeta me publicó un libro, el libro se vendió muy bien y mi editora me propuso hacer un libro de recetas de mi madre. Yo me atraganté, me meé de la risa, y le dije que lo único que teníamos en común una cocina y yo es que las dos existimos en el mundo. Nada más. Por Dios, si a veces me cuesta saber cuál es el cuchillo y cuál el tenedor. El caso es que mientras mi libro se vendía y Planeta me animaba a escribir la segunda parte de la drama mamá, empecé a pensar que era una gran idea. No la de escribir un libro de recetas, ésa no. Para eso hay que ser experto. Bueno, igual con saber no echar vinagre a la sartén cuando no toca vale... El caso es que pensé que podía ser un recuerdo maravilloso: que mi madre me enseñara a cocinar de verdad y contarlo. Tener un proyecto juntas. Que ella eligiera las recetas de un mes. Y yo las escribiría después de haberlas cocinado al menos una vez. Pensé que era una afortunada porque, yo no sé si aprendería a freír un huevo, pero iba a tener un libro para mi madre y para mí, para nosotras solitas. Íbamos a tener un plan y un proyecto juntas. Cada vez que yo fuera a su casa, o ella viniera a Madrid, yo tenía que aprender una receta. Íbamos a tener la mejor excusa del mundo para reírnos, y una editorial la iba a encuadernar, le iba a poner tapas, y en la Biblioteca Nacional tendría un volumen de cuando mi madre, la drama mamá, me enseñaba que el aceite justo para un gazpacho es la clave para que salga rico. Y me iban a pagar por eso. La leche.

Antes de hablar con mi editora, hablé con mi madre, que se atragantó y casi se cae de la risa, se retorcía de la risa, casi le da un síncope... Encima: «Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. Tú cocinando. Jajajaja. » Y luego dijo: «Pero sin que se lo coma nadie, ¿eh, nena? Que no quiero ir al hospital.» Y luego volvió a decir: «Tú cocinando. Jajajaja.» Yo me empecé a cabrear, porque una tiene su orgullo. El caso es que mi primera propuesta no cuajó. Le alegró a mi madre toda la semana porque se lo iba diciendo a todo el mundo, y según lo decía se atragantaba de la risa, pero me dijo que le parecía imposible, que hay cosas en la vida que no se puede, y no se puede, que uno lo tiene que aceptar. Que ella ya casi había aceptado que yo no era normal, y que no viniera con cuentos ahora.

Nos cabreamos, nos gritamos, me hizo una tortilla buenísima, nos cabreamos más, le dio otro ataque de risa, luego me dio a mí, y lo dejamos estar. Le dije a Planeta que no veía lo de las recetas, que mi madre lo veía menos, que el servicio de sanidad del país agradecería que yo no pisara una cocina, y que yo ya tenía un trabajo que exige responsabilidad, que yo sólo quería que escribir fuera divertido, no un trabajo, que la presión me sienta mal, y yo le siento mal a todo el mundo si estoy presionada, y me puse a escribir cincuenta páginas de una novela que ellos, probablemente, no me querrían publicar. Me tentaron: me mandaron un contrato con un anticipo que me acercaba más a mi casa en la playa. Yo me puse en plan digna: «Quiero escribir a mi aire, no quiero presión, soy un ser libre, odio las imposiciones, blablablá.»

Entonces, mi madre se vino a pasar una semana a mi casa.



PD. Pamploneses, plamplonesas, ¡Viva San Fermín! Es que es imposible no decirlo ¿eh? Ahora en serio. Este viernes, 24 de mayo, estaré en El Corte Inglés de Pamplona firmando libros. A las 19.00 horas, en la planta 5, en la planta librería. Estaré encantada de recibirlos. Soy la morenita nerviosa con el pelo retirado de la cara.

No hagáis caso al cartel, es en la quinta, en la librería.

lunes, 13 de mayo de 2013

El principio que no fue principio

Con permiso de Planeta, ya un poco más tranquilos con el impulso de compra y esas cosas, aquí va el principio de En la cocina con la drama mamá. Es muuuyyy largo pero es que pasar de papel a blog es complicado, así que aquí va el primer trocito.



El principio que no fue principio
Yo no sé cocinar. Pero ni un poquito. Soy la persona que  hace el peor arroz blanco en el mundo, y mira que es difícil que un arroz blanco te salga malo, que no hay que hacer nada: poner agua a hervir y echarlo dentro. La máxima variación que acepta es un chorro de aceite y algo de sal. Pues, chica, a mí me sale asqueroso. He compartido piso con unas quince personas a lo largo de mis once pisos de alquiler, y ninguna me ha dicho jamás: «Este arroz está bueno.» Ni por compromiso, aquellos que casi no me conocían; ni por pena, aquellos que eran amigos de verdad y me habían visto intentar cocinar en repetidas ocasiones; ni por amor, mis novios; ni siquiera cuando éramos estudiantes y no teníamos dinero y sí mucha hambre, en aquella época en la que el surimi era un manjar. No. Nunca nadie me ha dicho que cocino bien. Nadie. Nunca. Es triste. Mi puñetero arroz blanco da asco. Así que me he pasado la vida intentando no cocinar. Lo que es muy complicado teniendo en cuenta que, de media, uno debería alimentarse tres veces al día. Es como un examen que tienes que repetir todos los días. Un infierno para cualquier estudiante y yo, en la cocina, soy Jaimito, pero no hago gracia, sólo intoxico a la gente.

Hasta los veintidós años, que viví en casa de mis padres, fue relativamente sencillo. Mi madre cocinaba, y el día que no lo hacía, yo no comía. Así de sencillo. Pero luego me independicé. Si alguna vez en los años que han pasado desde entonces he pensado en volver al nido familiar, ha sido después de medio indigestarme con mis propias recetas. Que puede que penséis: «Qué exagerada.» Pues, hombre, un poco. Pero el otro poco es verdad. He llegado a hacerme un batido de fresas y tirarme dos días vomitando. Tonterías que piensa una: «¿Qué hago con estas fresas tan maduras que da asco comerlas? » Pues como mi madre me tiene requetebién educada, les quité lo negro, las batí, un poquillo de leche y, hala, un batido para la niña. Un batido y una gastroenteritis porque las fresas no es que estuvieran maduras, es que habían fermentado. Perdí dos kilos.

El caso es que a los veintidós años me fui a Madrid a estudiar. Vivía en un piso compartido con otras tres chicas, no teníamos calefacción, y a mi habitación le llamaban «el iglú». Llegué a dormir con gorro. Pero lo peor, lo peor, era tener que comer, no ya tres veces al día, con una me conformaba. En la primera época, engordé unos diez kilos. Mi madre estaba encantada, porque un poquito de sobrepeso siempre viene bien. «Nena, los kilos son salud, son vida», me decía. ¿En qué consistía mi dieta? Pues salchichas, macarrones, pan y queso. Durante unos cinco meses. Se me puso hasta un color un poco marrón y casi pierdo el hígado. Llegó un día que mi cuerpo dijo: «Hasta aquí hemos llegado, bonita.» Y es que era acercarme a una salchicha a un kilómetro y ponerme a vomitar. Así que un fin de semana en casa de mi madre me dediqué a apuntar todas sus recetas de básicos: lentejas, alubias, vainas (esta última la apunté por ella, porque yo no pienso cocinar vainas en mi vida, así me muera de hambre), sopa, tortilla, acelgas, pescado... Lo que viene siendo un menú normal para comer un par de semanas sin perder órganos necesarios para la supervivencia ni tener el colesterol de un señor mayor de 160 kilos.

No funcionó. Yo lo intenté. Os juro que lo intenté. Pero es que no sé qué hago, que me despisto, o pongo los fuegos muy calientes, o confundo el vinagre con el aceite... El caso es que siempre me salía todo malo, eso cuando no tenía que pasar por urgencias por una diarrea contundente o por quemaduras. ¿Vosotros sabéis lo que salta el vinagre en una sartén? Yo no tenía ni idea. Dos veces no tuve ni idea. El médico no se lo podía creer. En todo ese proceso aprendí a que me salieran ricos el ajo y la cebolla sofritos. Era lo único para lo que tenía mano. Muchos días acabé comiendo eso directamente sobre el pan. Muy triste.

Luego pasé un periodo de comida imaginativa. Una cosa bastante necesaria para cocinar es comprar, que parece una soberana tontería y, oye, probablemente lo sea, pero yo nunca conseguía tener a la vez la receta de un plato y todos los ingredientes necesarios. Era como un bucle infinito de carestía de materias primas. Esto es culpa de que no sé ir a un súper. Es cuestión de concentración. Un sitio con tantos colores e impactos me vuelve loca y se me olvida qué iba buscando. Lo mismo me acuerdo de tres cosas, sí, pero me llevo ocho que no me sirven de nada, pero que me han llamado la atención. No te quiero contar si me metes en un Ikea. Un colapso, en serio. A veces no he conseguido comprar nada, bueno, unas galletas de chocolate que tienen. Pero muebles, ni uno. Voy pasando por los pasillos como una loca porque no consigo ordenar la cabeza, me angustio cada vez más, empiezo a dudar de si realmente necesito una cortina y de si era de 1,80 o de 1,50, y luego ¿qué estampado escoges entre los 3.500 que tienen? ¿Qué estampado me gustará lo suficiente para verlo los 365 días del año? Porque una cosa es que te hagan gracia los lunares, y otra tener que ducharte viendo lunares durante dos años. ¡Qué horror! Pues en el súper me pasa algo parecido: según entro, ya me quiero ir. Creo que donde más cosas compro es en la caja: pilas, chicles y ambientador para el baño tengo en cantidades industriales. Porque claro, ahí me quedo quieta, esperando mi turno, y consigo fijar la mirada, centrarme un poco... Y me hago preguntas de buena compradora: «¿Me quedan pilas o chicles?» Lo malo es que me doy respuestas de mala compradora: «No me acuerdo.» Ni siquiera recuerdo dónde las guardo. Intento rebuscar en mi memoria visual todos los cajones de la casa, pero nunca me acuerdo. Y me digo eso de «las pilas siempre vienen bien». Luego, cuando llego a casa y veo los tres botes que tengo llenos de pilas sin usar, ya me acuerdo. De golpe. No creo ni que sea bueno para la salud.

También tengo dos cajas de pilas de Ikea. Si alguna vez entra un psiquiatra a casa va a pensar que tengo el síndrome de Diógenes más tonto del mundo, porque a los tres botes de pilas sin usar, se le suman los dos botes de pilas usadas, que, por supuesto, nunca me acuerdo de llevarlo al contenedor de reciclaje.

Pues, con la comida, tres cuartos de lo mismo. Tengo galletas y vermut para alimentar a un pueblo, si es que hubiera un pueblo que creyera que se puede sobrevivir con esos dos alimentos. Aunque nunca se sabe, que hay pueblos para todo. Eso sí, ¿que necesito pollo para el arroz? Pues probablemente tenga fiambre de pavo. ¿Que quiero hacer lentejas con chorizo? Pues sin lentejas va a ser complicado... ¿Que quieres comer un bizcocho? Olvídate de tener suficientes huevos... Vamos, que mi nevera es: una balda vacía, otra balda vacía, salchichas, una balda vacía, y un yogur caducado. Así es muy difícil cocinar. Pero como soy muy animada, nada me amilana. Yo primero me lanzaba: «Me apetece un arroz con pollo al curry.» Empezaba a sofreír cebolla, que se me da bien. Me ponía a buscar arroz, que no tenía. Pero sí tenía macarrones,  que en mi mente era algo muy, muy parecido a la fideuá, lo que viene a ser, casi, casi, igual que el arroz. Así que hervía la pasta, mientras mi sofrito de cebolla me quedaba casi calcinado. Luego buscaba pollo. Tampoco había. Pero, vamos, el pollo y el pavo son prácticamente lo mismo, ¿no?, aunque sea fiambre de pavo. ¿Quién lo iba a notar? Pues, venga, echaba el pavo encima de la cebolla negra. Cogía el curry. Yo siempre tengo curry, la verdad, eso nunca me falta. También por encima. Pero no había manera de que se deshiciera, se quedaba como a grumos. Me metí en internet y leí, primera noticia, que la salsa con curry se hace con nata. Quién lo iba a decir.

Como no tenía nata, lo mezclaba con leche. Resultado final: mi arroz con pollo al curry se convertía en macarrones con pavo que flotaban en un charco de leche con grumos de curry.

Para haber matado a alguien. Yo decía que era comida imaginativa, pero, vamos, no tengo claro si realmente aquello era comida.Y todo hay que decirlo, la segunda vez que comenté en mi piso compartido que iba a hacer comida imaginativa, desaparecieron todos. Así que me dije: «Nena, tú limpia bien el baño y que alguien cocine para ti.» Fue la peor época culinaria de mi vida, porque vivía con dos chicas de Cuenca que, al menos dos veces por semana, cocinaban zarajos y morteruelo. ¡Yo comiendo tripas de cordero enrolladas en un palo y un puré de restos de caza! ¡Yo! Que si de pequeña me decías que la pechuga era de pollo, ya no podía comer pensando en el pobrecito animal. Por Dios, qué penita me daba. Lo que hubiera dado por tener compañeras italianas, con sus pizzas y su pan de ajo... Ahora, eso sí, las conquenses de mi piso tenían una bebida que se llamaba resolí, que te daba un puntito tontorrón...

Ni que decir tiene que en aquella época de mi vida aprendí a comer de todo. Pero de todo. A pesar de haber sido una malísima comedora de pequeña, volvía a casa de mi madre, y las gambas, a las que llamaba «los mosquitos del agua» sólo unos meses atrás, cosas mías, me parecían deliciosas. Las acelgas, ambrosía para el paladar; hasta el bacalao, que yo siempre decía que olía a pies, me gustaba. Lo que hace el hambre... Mi madre estaba encantada viéndome comer sin rechistar todo lo que siempre había odiado. Bueno, menos las vainas, eso no ha habido manera. Tampoco ha habido manera de que mi madre deje de hacerme vainas cada vez que voy. Que vosotros diréis: «Qué exagerada, ¿cada vez que vas?» Vosotros no tenéis ni idea. Cada vez que voy. Así es ella, tozudica en su pedagogía. ¿Que no te gustan las vainas? Pues te vas a hartar, nena. Conforme yo iba recuperando mi peso, mi madre estaba algo menos encantada, aunque me seguía escribiendo más recetas. Nunca pude confesarle que jamás hice todas. Abandoné porque un ser humano es capaz de tropezar dos veces con la misma piedra, pero, en mi caso, siete gastroenteritis y dos cocinas casi quemadas me pareció más que suficiente.

Continuará...

jueves, 2 de mayo de 2013

El libro de recetas que NO conseguí escribir

Hoy me he puesto a cambiar los enlaces del blog hacia el nuevo libro, para que compréis mucho y yo me pueda ir a mi casa en la playa (Podéis leer el principio aquí donde pone: Échale un vistazo). Al ir a nombrar la pestaña, he escrito “El otro libro” y he sentido pena por este libro un poco segundón. Me lo he pasado bien escribiéndolo pero no ha sido la locura como el primero, la novedad, los lloros que vertí cuando me llegó, el hipo, y ese nervio que me impidió dormir durante días.

Estoy haciendo mucha promo pero todavía Pedro Piqueras no lo ha mencionado (pobrecico mío), y en todas las entrevistas acabo hablando del anterior. Incluso en mi estantería, la edición de bolsillo y la traducción al portugués del primero, que me acaban de llegar, le han quitado cierto protagonismo al pobre.



Yo soy hermana mayor, y no sé por qué, me he puesto a pensar si con el segundo hijo pasa un poco como con el segundo libro. Le he llamado a mi hermana para que se sienta súper querida, celebrada y esperada. Me ha colgado algo aturdida después de preguntarme varias veces si estaba bien o había bebido.

Este pobrecico no tiene el efecto sorpresa del primero pero, de momento, me han hecho gracia los comentarios de los que lo han leído:

Una señora que me vino a entrevistar, experta en gastronomía me dijo:
- Te voy a decir la verdad, el prólogo me puso muy nerviosa, tanto decir que no sabes cocinar, lo único que pensaba es: ¡Que vaya alguien y le enseñe, por Dios! Pero luego me lo he pasado muy bien. No sé si habrás aprendido nada, pero es divertido.

Ata Arróspide, que también ha publicado un libro muy divertido con Planeta “Padres no ñoños”, me mandó un whatsApp:
- ¡Hostia la foto! (lo dijo él, mamá, no yo. Yo no digo esas palabras)
Porque otra cosa que me han dicho mucho es que salgo reguapa en la solapa. Ya sabéis eso tan motivador de “no pareces tú”. Se lo debo a Patricia Gallego, una compi fotógrafa de ELLE, con mucha paciencia para que yo me esté quieta.


Amaya Ascunce (Pongo mi nombre a ver si Google desposiciona todas mis fotos con cara de panoli y solo sale ésta. Sería todo un detalle Señor Google)
Mi prima Arantxa, que ha regalado a sus amigas el primero en todos los cumpleaños me ha dicho, primero, que le venía muy bien que sacara otro porque ya había cubierto un año entero. Y segundo: que le ha sabido a poco. Que se ha reído mucho pero que me ha quedado cortico, que ella necesita como 200 páginas más. Que me ponga a ello.

Mi editora, Ana Bustelo, dice que se va a vender menos que el primero, que le pasa a Zafón y a mí. Esto me dejó callada y pensé si mi editora había bebido, pero luego comentó que es más libro que el primero, y me sentí como más escritora o algo así.

Un chico que no conozco de nada ha escrito una crítica en la que dice:
“Básicamente, quienes busquen un tratado metafísico sobre la vida no disfrutarán especialmente este libro. Pero ni falta que le hace. No pretende nada más que resultar divertido, y esa falta de pretensiones se agradece”.
Y luego dice:
“Aunque parezca increíble, ‘En la cocina con la drama mamá’ también enseña a preparar platos muy variados [...] Lo mejor, el capítulo del gazpacho malagueño. Una advertencia: mejor no ponerse con él en el metro, pues da pie a las carcajadas, y los viajeros de alrededor podrían mirar al lector como si estuviera loco”.
El “increíble” ese me dolió un poco, para qué negarlo. Pero oye, el resto de la crítica me encantó. Y no somos amigos ni nada.

Otro periodista me dijo que no era un libro de cocina. Yo le contesté que por eso se subtitulaba “El libro de recetas que NO conseguí escribir”. Él no lo entendió. Yo sonreí mucho muchísimo porque se me quedó mirando fijamente como si yo fuera marciana. Me pareció un buen momento para parar la ronda de entrevistas y bajar a por un vino.

Mi madre dijo que se lee demasiado rápido y que a ver si soy más reposada, que se me había olvidado poner que la mezcla de los pimientos rellenos hay que mezclarla. Le dije que si no le parecía suficiente pista llamarlo mezcla, que cómo pensaba que iba a meter la gente ese relleno dentro del pimiento sin revolverlo, y me dijo que si eran como yo, que cualquier sabe. También sugirió que deje de escribir “coños” sin ninguna necesidad, que no vienen a cuento, pero que era mejor que el primero, aunque para nada era un libro de cocina.

Está claro que nadie lee los subtítulos, ni mi madre.

PD. Ayer me invitaron al programa de La ventana de La Cadena Ser y ¿sabéis qué me regalaron? Una caja entera de regaliz negro. En este momento me duele la barriga porque me he metido un atracón fino, pero ¡qué gente más maja! Y me pusieron One de Johnny Cash para terminar. Vuelvo cuando quieran a pesar de los nervios. Aquí la entrevista completa.

Y gracias por vuestras preguntas en El Mundo.es, me hicieron gracia porque eran completamente distintas a todas las que me han hecho los periodistas estos días. Sí, ninguno me ha preguntado si de verdad mi madre me puso las lentejas en bocadillo, ni si he aprendido a cocinar vainas.

jueves, 25 de abril de 2013

110. No pasa nada, hasta que pasa, nena.

YofuiaEGB
Imagínate tú que hay una niña que está jugando con un compás. La niña, nerviosa, sonriente, mofletuda, solo hace círculos imaginarios con el compás pinchado sobre una goma de borrar y gira y gira mientras delante de ella hay un plato de verdura, que ya apenas humea porque la niña lleva un rato haciendo círculos. Imagínate que a su lado está su hermana pequeña, que ya ha terminado su ración de verduras, con ese hambre de verduras que solo tienen los niños raros, y que mira embobada el girar del compás como una especie de hipnosis escolar. También te puedes imaginar que la hermana mayor le propone jugar a realizar círculos imaginarios alrededor de su pequeña manita y una madre les ve, e imagínate que dice:
- Nena, para quieta ya, que al final le haces daño a tu hermana. Y por favor, date más ritmo con la borraja o vamos a tener un disgusto.
- Pero que no pasa nada mamá, que está pinchado en la goma. Es súper imposible que pase nada- dice la niña mofletuda e imagínate que la hermana pequeña le apoya:
- Que no, que es súper divertido, mamá. ¿Ves? Ni me toca. No pasa nada.
- No pasa nada, hasta que pasa, nena.

Y justo entonces, pasa. El compás pierde el equilibrio en uno de esos círculos imaginarios, la goma, se queda pegada a la superficie de la mesa, la pobre niña mofletuda pierde la sujeción y la mano pequeñita de la hermana justo va a parar debajo de la aguja del compás. Con tan mala suerte para la niña mofletuda, bueno, y un poco para su hermana pequeña lesionada, que se le clava en el dedo gordo. Imagina que hace sangre y todo. Pero las dos niñas saben que una sola queja, una sola lágrima, puede costar un castigo.
Imagínate que la hermana pequeña aguanta el lloro, y la niña mofletuda le hace un torniquete improvisado con una servilleta, sin saber qué es un torniquete, ni para qué sirve, porque solo quiere que esa madre que nos hemos imaginado no le regañe. Así que la servilleta de cuadros se va empapando mientras la hermana pequeña produce un hipo casi interno porque eso ni es un torniquete ni nada. Hasta que la  madre imaginada se gira y ve unas gotas de sangre sobre la mesa blanca impoluta,  y entonces entiendes a la puñetera perfección la dichosa frase: No pasa nada hasta que pasa, nena mofletuda.

Yo me lo imagino perfectamente…
Y cuando pasa, llega el castigo, eso sí que llega más que seguro. Entre todos los intentos de la drama mamá por dominar mi espíritu indómito (yo lo llamo así, ella lo llamaba ese pozo sin fondo de malas ideas) había un tipo de castigo realmente molesto. Cuando le había tocado las narices nivel extremo, tipo hermana pequeña compás torniquete y verduras frías, me castigaba a ir agarrada de su delantal por toda la casa. De manera que mientras barría, planchaba, ordenaba lo que sea o cocinaba, yo iba pegada a ella, a remolque, con un trozo de mandil arrugado y sudado en la mano. Yo intentaba alejarme de su sistema atrapa niños lo máximo posible pero eso era muy poco, y si me soltaba, ella en seguida dejaba de notar el peso y me pegaba un chillido:
- ¡Te has soltado! ¡15 minutos más de penalización!
- Que no mami, que se me ha resbalado. Que ha sido sin querer.
- De eso nada, que te he visto.
- Mamá, es que verte barrer es muy aburrido. Además me tropiezo todo el rato.
- Haberlo pensado antes de desgraciarle a tu hermana el pulgar. Y date más garbo, que tenemos que regar las plantas. Y, por favor, no tires tanto del delantal, que me llevas ralentizada toda la tarde.
Pero lo más raro es que mi hermana, que era una buenaza, se sentía desplazada de aquello y siempre acababa apareciendo:
- Jo, yo también quiero agarrarme- decía.
- Pero tú que vas a querer agarrarte. Vete a jugar, que esto es un castigo porque tu hermana ha… ( Rellénese con: roto un jarrón, jugado con un enchufe, cortado el pelo a una muñeca, saltado en la cama, destrozado tu pulgar…)
- Ya pero yo también quiero agarrarme. ¿Puedo coger de la otra esquina?
Yo la miraba alucinada. Pero allí acabábamos las tres. Mi madre corriendo por la casa intentando hacer cosas con dos niñas colgando de su delantal. Y claro, si tú pones una niña movidita, a una pequeña distancia de su hermana menor, sin nada que hacer, ¿qué se le puede ocurrir? Pues está clarísimo: batalla de dedos, batalla de pisotones, batalla de pellizcos… Cualquier cosa que incluya la palabra batalla. Y todo haciéndole el gesto de que le ibas la cortar el cuello como se chivara o dijera media palabra. Eran las grandes peleas silenciosas. La guerra fría una tontería con los mensajes subliminales que le lanzabayo  a mi hermana. Hasta que mi madre, harta del peso extra, se daba cuenta de que aquel castigo, a quién más castigaba, era a ella misma:
- Ale, se acabó, que me tenéis harta. Toda la tarde con el freno de mano. Así no hay quien termine las labores. Cada una a su cuarto, y no quiero oír una palabra más alta que la otra, si no, os vais a inflar a vainas durante una semana. Ea.
- Ummm ¡Que ricas la vainas!- decía mi hermana y aplaudía suavecito porque tenía un pulgar vendado.

Sí, me debió tocar la única hermana del mundo que aplaudía cuando nos ponían acelgas, rebañaba la borraja y siempre quería doble ración de vainas. Menos mal que era fantástica aguantando el lloro y jamás se quejó por un torniquete mal hecho. Bueno, y para qué mentir a estas alturas, menos mal que ella tenía esa rara hambre de verduras y, según mi madre se daba la vuelta, yo le volcaba mi plato entero.  Y la tipa no soltaba ni palabra. Pasara lo que pasase, que siempre pasaba, las cosas como son.

lunes, 22 de abril de 2013

Una buena carta

Mi amiga Mar es una buena amiga. Nos conocimos en el trabajo y nos hemos seguido la pista durante años. Es una de esas personas  con pasión por lo importante, que no pierde el tiempo en tonterías, que sabe emocionarse, quererte y da unos abrazos apretujados que valen doble y sabe reírse de todo. Es más, a Mar le debo haber publicado mi primer libro. Ella fue la persona que mandó mi manuscrito a Planeta, es mi agente en la sombra. El mejor tipo de agente: se alegra por ti y no te cobra nada.
Últimamente la vida le está tratando mal. Su padre falleció hace poco, por sorpresa. Bueno, como si la muerte no nos pillara siempre por sorpresa.

Pero el viernes pasado me mandó un mensaje de whastApp que me emocionó con la foto que podéis ver en el post.  Le pedí permiso para publicarla en el blog aunque he pixelado los datos personales.
La coordinación de trasplantes les daba las gracias y les informaba que el receptor de los órganos de su padre estaba bien, haciendo vida normal gracias a su gesto y que podían solicitar información más adelante para saber si seguía bien.



Me pareció sanador. Nadie se hace donante por recibir algo a cambio, pero ese pequeño detalle es una ayuda. No te devuelve a quien quieres, tampoco va a restarte dolor, no te va devolver su compañía, no va a ayudarte con  la angustia, pero a mi amiga Mar le reconfortó. Y a mí también.
Ya sé que es una carta automática pero alguien se sentó un día y pensó que era una buena idea, que podía servir para algo, y otra persona se encarga de acordarse de que los familiares del fallecido están sufriendo, buscar su nombre, buscar su receptor, y les manda unas palabras. Y aunque sea poca cosa, algo puede reconfortarles.
La muerte de un ser querido nunca tiene un “para qué” ni “un porqué” y tratar de encontrarlo te puede volver loco. La carta es un pequeño gesto, solo eso, pero en un momento así es una ayuda.

Confío en que un sistema que funciona de esa manera, que tiene esa humanidad detrás, que está hecho por personas y para personas, no se resienta con todos los dichosos recortes con los que lo amenazan, porque sería una auténtica pena que despidieran al empleado que se acuerda de mandar esa carta o que dejara de haber presupuesto para ese sello.

lunes, 15 de abril de 2013

109. Segundas partes nunca fueron buenas

Los de Planeta me tienen aterrorizada con el “impulso de compra”. Se ve que cuando vosotros estáis en casa y leéis: “Ha salido un libro nuevo”. Tenéis un resorte que os obliga a ir a la librería al día siguiente, o en ese mismo momento, preguntar por ese libro y si no está, ya se os olvida, nunca más lo compráis, y mandáis al ostracismo de las devoluciones y los saldos a los pobres escritores impacientes con la lengua larga. Sois así, volátiles, caprichosos, no lo neguéis.
Hace un poco más de un año, yo no me pude aguantar, y pasé de Planeta, del impulso de compra y de todo. Tenía tanta ilusión dentro de publicar un libro que, que se vendiera, era algo completamente secundario.  Confesé dos meses antes de que saliera el libro. No sé si muchos de vosotros no lo comprasteis porque os fastidié el impulso de compra, pero tampoco me importó.

Publicar mi primer libro fue la leche. Todo lo que pasó y todo lo que ha pasado y sigue pasando.  He tenido mucha suerte, mucha más de la que tienen la mayoría de personas que publican. Y no sé por qué.  Oye, que me encantaría saberlo y poder repetirlo cada nada, pero no lo sé.
- El libro ha llegado a la sexta edición.
- Ahora sale en edición bolsillo.
- Publicaron una agenda derivada del libro.
- Compró los derechos el Círculo de Lectores.
- Y ahora se acaba de publicar en Portugal (Aquí la versión portuguesa).

Sin contar, todas las cosas que me han pasado personalmente. Ha sido muy divertido.

Y sí, gracias a todo eso, a todos vosotros, tengo casi la entrada para la casa en la playa y a Don Giovanni. Esto en España con un libro es muy difícil. Soy una afortunada.

Pero aún más lo soy porque Planeta va a publicar mi segundo libro. Esto sí que es difícil. Primero, porque alguna gente consigue publicar el primero, pero luego las ventas no responden. Y también, porque escribir uno es difícil, pero escribir dos, y el segundo en un año, es aún más complicado.

Y a pesar de que sé me voy a llevar una regañina de Planeta por eso de vuestro caprichoso impulso comprador, lo tengo que decir: el 30 de abril, en todas las librerías, sale mi segundo libro. Bueno, lo de en todas todas las librerías, lo mismo es exagerar… Vamos a dejarlo en casi todas, o en muchas.



¿Y qué ha dicho la drama mamá de mi nuevo libro? Pues por supuesto no lo ha leído, porque si no, hubiéramos necesitado años para conseguir su aprobación, pero se lo he explicado, más o menos, y a su manera, ha colaborado. Aunque convencida, lo que se dice convencida no está:

- Nena, segundas partes nunca fueron buenas.
- Mamá, no es una segunda parte, es algo distinto.
- ¿Dime una segunda parte que haya ido bien?
- “Terminator 2”.
- Eso no ha podido ir muy bien porque yo no lo conozco. Te digo bien en plan: “Mujercitas” ¿Tú te acuerdas de “Mujercitas 2”? Pues eso.
- Bueno mamá, me hacía gracia la idea, a Planeta le hacía gracia, y tampoco es tan importante. Que me quiten lo bailado.
- Sí, sí, claro, tú siempre bailando, con lo bien que se te da… Con esa psicomotricidad tan divina que tienes, que a veces me parece casi prodigioso que seas capaz de mover todas las extremidades a ritmos tan distintos. Eso tiene que servir para algo, aunque para bailar no, está claro.
- Tú tranquila, mamá, de verdad, que no me juego las lentejas con esto. Solo tiene que ser divertido.
- Pero, nena, ¿un libro de recetas? Si tú confundes la lavadora con el lavavajillas. ¿Qué vas a enseñarle tú a nadie en una cocina?
- Que no, que no es eso, se titula El libro de recetas que no conseguí escribir, no es de cocina.
- No nena, se titula En la cocina con la drama mamá, que ya me la has vuelto a liar. Eso que tú dices es el subtítulo.
- Es que me dijeron que lo de “drama mamá” es una marca y hay que ponerlo en el título, porque así la gente sabrá de qué va al primer vistazo.
- ¿Cómo que una marca? ¿Desde cuándo soy una marca? Lacoste es una marca o Fairy. ¡Pero yo soy tu madre!
- No,  tú no, la marca es la drama mamá, el personaje…
- Ya, nena, ya, pero que la gente se cree que soy yo tal cual, incluso me han parado por la calle para decirme que no parezco tan así…
- ¿Tan así cómo?
- Pues eso digo yo.  No sé, “tan así” dicen.
- Tú no eres tan así, eso seguro.
- Bueno, pero la gente se lía. Les lías tú, que eres una liante. ¡Y ahora recetas! ¡Nena! Que la cocina es algo serio.
- Tranquila que el libro tiene instrucciones.
- Pero nena, ¿tú les has dicho a los de Planeta que no tienes ni idea de cocinar? ¿Que no me haces ni caso, y que haces el peor arroz blanco del mundo?
- Chica, no te agobies, el libro va de otra cosa, las recetas son una excusa…
- ¿Y de qué hablas?
- Pues de la vida, de las madres, de las hijas, de las discusiones…
- O sea, hablas de ti y de mí discutiendo. Como si lo viera.
- No, tranquila, son la nena y la drama mamá discutiendo, como cuando intentamos hacer pochas.
- Vamos, que somos  tú y yo. Ya me la has vuelto a liar. ¿Y seguro que has puesto bien la receta?
- Hombre, seguro, seguro… Lo que me acuerdo de lo que me enseñaste… Yo creo que sí y lo han leído tres personas.
- ¡Nena! Que Planeta se va a la ruina. Te lo digo, ya no me tomo en serio lo que pone en los libros desde que tú escribes libros.
- No te preocupes, de verdad, que es un libro de humor.  Ya vas a ver cuándo lo leas, que no es para tanto.
- Pero tú has puesto muy claro que no sabes cocinar ¿no? ¿En letras muy grandes? Lo podrían poner en la faja esa…
- Mamá, en serio, que no es un libro de cocina. Hablo de cuando las tías vinieron a Madrid, y de ir a súper, de algunas tradiciones familiares… Las recetas están ahí, y oye, he hecho la mayoría.
- Yo creo que Planeta se va a la ruina. Así te lo digo. Y a mí déjame tranquilica ya. A ver si empiezas a escribir de historias más normales, que luego la gente se piensa que yo soy un poco así.
- No les hagas caso mamá, tú no eres así para nada.

Pues eso, que ya me he vuelto a cargar el impulso de compra. Pero la primera vez no fue nada mal, nada, nada mal. Igual mi madre tiene razón y los de Planeta no tienen ni idea.

En realidad, si todos vosotros, miles de vosotros (muchos más miles de los que jamás hubiera imaginado) no hubierais mantenido vuestro impulso de compra, tengo clarísimo que yo no estaría hoy aquí, muerta de nervios otra vez y haciendo una de las cosas que más me gusta en el mundo: escribir.

Así que: gracias. Aunque no compréis este, aunque segundas partes nunca fueran buenas, aunque yo no sepa cocinar, gracias. ¡Me lo he pasado en grande!  Mi arroz blanco ya no es el peor del mundo y dentro de dos semanas, en la Biblioteca Nacional, habrá un ejemplar con las recetas de mi madre, los canutillos de mi abuela, el bizcocho de mis tías  y cientos de recuerdos, discusiones y charlas de la nena y la drama mamá. Aunque nosotras no seamos tan así, para nada... Nosotras somos súper normales, tan normales como vuestras madres y todos vosotros…

PD. Amazon, que sabe que existe escritores como yo, lo tiene en preventa. Va por Ana, mi editora, para que luego no me regañe mucho.