Con permiso de Planeta, ya un poco más tranquilos con el impulso de compra y esas cosas, aquí va el principio de En la cocina con la drama mamá. Es muuuyyy largo pero es que pasar de papel a blog es complicado, así que aquí va el primer trocito.
El principio que no fue principio
Yo no sé cocinar. Pero ni un poquito. Soy la persona que hace el peor arroz blanco en el mundo, y mira que es difícil que un arroz blanco te salga malo, que no hay que hacer nada: poner agua a hervir y echarlo dentro. La máxima variación que acepta es un chorro de aceite y algo de sal. Pues, chica, a mí me sale asqueroso. He compartido piso con unas quince personas a lo largo de mis once pisos de alquiler, y ninguna me ha dicho jamás: «Este arroz está bueno.» Ni por compromiso, aquellos que casi no me conocían; ni por pena, aquellos que eran amigos de verdad y me habían visto intentar cocinar en repetidas ocasiones; ni por amor, mis novios; ni siquiera cuando éramos estudiantes y no teníamos dinero y sí mucha hambre, en aquella época en la que el surimi era un manjar. No. Nunca nadie me ha dicho que cocino bien. Nadie. Nunca. Es triste. Mi puñetero arroz blanco da asco. Así que me he pasado la vida intentando no cocinar. Lo que es muy complicado teniendo en cuenta que, de media, uno debería alimentarse tres veces al día. Es como un examen que tienes que repetir todos los días. Un infierno para cualquier estudiante y yo, en la cocina, soy Jaimito, pero no hago gracia, sólo intoxico a la gente.
Hasta los veintidós años, que viví en casa de mis padres, fue relativamente sencillo. Mi madre cocinaba, y el día que no lo hacía, yo no comía. Así de sencillo. Pero luego me independicé. Si alguna vez en los años que han pasado desde entonces he pensado en volver al nido familiar, ha sido después de medio indigestarme con mis propias recetas. Que puede que penséis: «Qué exagerada.» Pues, hombre, un poco. Pero el otro poco es verdad. He llegado a hacerme un batido de fresas y tirarme dos días vomitando. Tonterías que piensa una: «¿Qué hago con estas fresas tan maduras que da asco comerlas? » Pues como mi madre me tiene requetebién educada, les quité lo negro, las batí, un poquillo de leche y, hala, un batido para la niña. Un batido y una gastroenteritis porque las fresas no es que estuvieran maduras, es que habían fermentado. Perdí dos kilos.
El caso es que a los veintidós años me fui a Madrid a estudiar. Vivía en un piso compartido con otras tres chicas, no teníamos calefacción, y a mi habitación le llamaban «el iglú». Llegué a dormir con gorro. Pero lo peor, lo peor, era tener que comer, no ya tres veces al día, con una me conformaba. En la primera época, engordé unos diez kilos. Mi madre estaba encantada, porque un poquito de sobrepeso siempre viene bien. «Nena, los kilos son salud, son vida», me decía. ¿En qué consistía mi dieta? Pues salchichas, macarrones, pan y queso. Durante unos cinco meses. Se me puso hasta un color un poco marrón y casi pierdo el hígado. Llegó un día que mi cuerpo dijo: «Hasta aquí hemos llegado, bonita.» Y es que era acercarme a una salchicha a un kilómetro y ponerme a vomitar. Así que un fin de semana en casa de mi madre me dediqué a apuntar todas sus recetas de básicos: lentejas, alubias, vainas (esta última la apunté por ella, porque yo no pienso cocinar vainas en mi vida, así me muera de hambre), sopa, tortilla, acelgas, pescado... Lo que viene siendo un menú normal para comer un par de semanas sin perder órganos necesarios para la supervivencia ni tener el colesterol de un señor mayor de 160 kilos.
No funcionó. Yo lo intenté. Os juro que lo intenté. Pero es que no sé qué hago, que me despisto, o pongo los fuegos muy calientes, o confundo el vinagre con el aceite... El caso es que siempre me salía todo malo, eso cuando no tenía que pasar por urgencias por una diarrea contundente o por quemaduras. ¿Vosotros sabéis lo que salta el vinagre en una sartén? Yo no tenía ni idea. Dos veces no tuve ni idea. El médico no se lo podía creer. En todo ese proceso aprendí a que me salieran ricos el ajo y la cebolla sofritos. Era lo único para lo que tenía mano. Muchos días acabé comiendo eso directamente sobre el pan. Muy triste.
Luego pasé un periodo de comida imaginativa. Una cosa bastante necesaria para cocinar es comprar, que parece una soberana tontería y, oye, probablemente lo sea, pero yo nunca conseguía tener a la vez la receta de un plato y todos los ingredientes necesarios. Era como un bucle infinito de carestía de materias primas. Esto es culpa de que no sé ir a un súper. Es cuestión de concentración. Un sitio con tantos colores e impactos me vuelve loca y se me olvida qué iba buscando. Lo mismo me acuerdo de tres cosas, sí, pero me llevo ocho que no me sirven de nada, pero que me han llamado la atención. No te quiero contar si me metes en un Ikea. Un colapso, en serio. A veces no he conseguido comprar nada, bueno, unas galletas de chocolate que tienen. Pero muebles, ni uno. Voy pasando por los pasillos como una loca porque no consigo ordenar la cabeza, me angustio cada vez más, empiezo a dudar de si realmente necesito una cortina y de si era de 1,80 o de 1,50, y luego ¿qué estampado escoges entre los 3.500 que tienen? ¿Qué estampado me gustará lo suficiente para verlo los 365 días del año? Porque una cosa es que te hagan gracia los lunares, y otra tener que ducharte viendo lunares durante dos años. ¡Qué horror! Pues en el súper me pasa algo parecido: según entro, ya me quiero ir. Creo que donde más cosas compro es en la caja: pilas, chicles y ambientador para el baño tengo en cantidades industriales. Porque claro, ahí me quedo quieta, esperando mi turno, y consigo fijar la mirada, centrarme un poco... Y me hago preguntas de buena compradora: «¿Me quedan pilas o chicles?» Lo malo es que me doy respuestas de mala compradora: «No me acuerdo.» Ni siquiera recuerdo dónde las guardo. Intento rebuscar en mi memoria visual todos los cajones de la casa, pero nunca me acuerdo. Y me digo eso de «las pilas siempre vienen bien». Luego, cuando llego a casa y veo los tres botes que tengo llenos de pilas sin usar, ya me acuerdo. De golpe. No creo ni que sea bueno para la salud.
También tengo dos cajas de pilas de Ikea. Si alguna vez entra un psiquiatra a casa va a pensar que tengo el síndrome de Diógenes más tonto del mundo, porque a los tres botes de pilas sin usar, se le suman los dos botes de pilas usadas, que, por supuesto, nunca me acuerdo de llevarlo al contenedor de reciclaje.
Pues, con la comida, tres cuartos de lo mismo. Tengo galletas y vermut para alimentar a un pueblo, si es que hubiera un pueblo que creyera que se puede sobrevivir con esos dos alimentos. Aunque nunca se sabe, que hay pueblos para todo. Eso sí, ¿que necesito pollo para el arroz? Pues probablemente tenga fiambre de pavo. ¿Que quiero hacer lentejas con chorizo? Pues sin lentejas va a ser complicado... ¿Que quieres comer un bizcocho? Olvídate de tener suficientes huevos... Vamos, que mi nevera es: una balda vacía, otra balda vacía, salchichas, una balda vacía, y un yogur caducado. Así es muy difícil cocinar. Pero como soy muy animada, nada me amilana. Yo primero me lanzaba: «Me apetece un arroz con pollo al curry.» Empezaba a sofreír cebolla, que se me da bien. Me ponía a buscar arroz, que no tenía. Pero sí tenía macarrones, que en mi mente era algo muy, muy parecido a la fideuá, lo que viene a ser, casi, casi, igual que el arroz. Así que hervía la pasta, mientras mi sofrito de cebolla me quedaba casi calcinado. Luego buscaba pollo. Tampoco había. Pero, vamos, el pollo y el pavo son prácticamente lo mismo, ¿no?, aunque sea fiambre de pavo. ¿Quién lo iba a notar? Pues, venga, echaba el pavo encima de la cebolla negra. Cogía el curry. Yo siempre tengo curry, la verdad, eso nunca me falta. También por encima. Pero no había manera de que se deshiciera, se quedaba como a grumos. Me metí en internet y leí, primera noticia, que la salsa con curry se hace con nata. Quién lo iba a decir.
Como no tenía nata, lo mezclaba con leche. Resultado final: mi arroz con pollo al curry se convertía en macarrones con pavo que flotaban en un charco de leche con grumos de curry.
Para haber matado a alguien. Yo decía que era comida imaginativa, pero, vamos, no tengo claro si realmente aquello era comida.Y todo hay que decirlo, la segunda vez que comenté en mi piso compartido que iba a hacer comida imaginativa, desaparecieron todos. Así que me dije: «Nena, tú limpia bien el baño y que alguien cocine para ti.» Fue la peor época culinaria de mi vida, porque vivía con dos chicas de Cuenca que, al menos dos veces por semana, cocinaban zarajos y morteruelo. ¡Yo comiendo tripas de cordero enrolladas en un palo y un puré de restos de caza! ¡Yo! Que si de pequeña me decías que la pechuga era de pollo, ya no podía comer pensando en el pobrecito animal. Por Dios, qué penita me daba. Lo que hubiera dado por tener compañeras italianas, con sus pizzas y su pan de ajo... Ahora, eso sí, las conquenses de mi piso tenían una bebida que se llamaba resolí, que te daba un puntito tontorrón...
Ni que decir tiene que en aquella época de mi vida aprendí a comer de todo. Pero de todo. A pesar de haber sido una malísima comedora de pequeña, volvía a casa de mi madre, y las gambas, a las que llamaba «los mosquitos del agua» sólo unos meses atrás, cosas mías, me parecían deliciosas. Las acelgas, ambrosía para el paladar; hasta el bacalao, que yo siempre decía que olía a pies, me gustaba. Lo que hace el hambre... Mi madre estaba encantada viéndome comer sin rechistar todo lo que siempre había odiado. Bueno, menos las vainas, eso no ha habido manera. Tampoco ha habido manera de que mi madre deje de hacerme vainas cada vez que voy. Que vosotros diréis: «Qué exagerada, ¿cada vez que vas?» Vosotros no tenéis ni idea. Cada vez que voy. Así es ella, tozudica en su pedagogía. ¿Que no te gustan las vainas? Pues te vas a hartar, nena. Conforme yo iba recuperando mi peso, mi madre estaba algo menos encantada, aunque me seguía escribiendo más recetas. Nunca pude confesarle que jamás hice todas. Abandoné porque un ser humano es capaz de tropezar dos veces con la misma piedra, pero, en mi caso, siete gastroenteritis y dos cocinas casi quemadas me pareció más que suficiente.
Continuará...